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La universidad tiene que participar en la disputa de las representaciones sociales
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm 387 [2010-09-30]
 

Recientemente, en el contexto de celebración del Bicentenario de la Independencia de México, se proyectó la película El Infierno, de la cual se ha dicho que “es un espejo perfecto de nuestra realidad”. Aceptar tal cosa implica consentir que lo que hoy está pasando en México no sólo es presente, sino el único e ineludible destino para el país. Al infierno se llega por haber sido malo y una vez que se está ahí ni el arrepentimiento vale. Así que los mexicanos aparecemos, ante los otros y ante nosotros mismos, como unos pecadores sin remedio; el país, como algo a lo que se le debe temer, y nuestra visión de futuro como horrorosa.

No puede haber nada peor: del infierno no se sale y, por lo tanto, ya no hay nada que se pueda hacer. En el infierno se vive entre sufrimientos y lamentaciones y se renuncia a cualquier tipo de solidaridad y respeto por los demás, pues lo único que se comparte es “inhumanidad”. De hecho, en este lugar ya no hace ninguna diferencia ser joven, adulto o viejo, pues todos son desalmados (sin alma). Como ya no se tiene nada que perder, todo se vale.

No quiero decir que la película mencionada, específicamente ésta, tenga segundas intenciones. Pero lo cierto es que los instrumentos privilegiados de producción, distribución y consumo de formas simbólicas que presentan lo mexicano como algo degradado han sido, principalmente, los medios de comunicación y las industrias culturales. Y no están las cosas como para pecar de inocentes y pensar que tal perspectiva semiótica no sea intencionada.

¡Qué casualidad que el contexto y proceso históricos en el cual empezó a aparecer coincide con la irrupción del “nuevo espíritu del capitalismo” y de las propuestas de que el país quede inmerso en un modelo de gestión neoliberal y en una nueva geopolítica en relación con Estados Unidos y la región sudamericana! Es más, no es la primera vez en la historia que desde la cultura pragmática se hace uso de la técnica de la leyenda negra con el fin de devaluar la imagen de los rivales y de quienes es necesario quitar de en medio para consolidar la hegemonía y civilizar a modo. Por supuesto, para que tal técnica pueda aplicarse se requiere que en la realidad haya elementos que den lugar a la posibilidad de construir tales mitos de devaluación. Precisamente, de lo que se trata es de exagerar para otorgarle un sentido brutal a la realidad.

En la sociedad de hoy, llamada sociedad del conocimiento y de la comunicación, la capacidad de construir y configurar sentidos e interpretaciones constituye una fuente de poder de primer orden. Esto significa que el poder se está diputando en el espacio interpretativo y que la única manera de evitar que los atributos ligados con el infierno y con la deshumanización se conviertan en expresión de las significaciones imaginarias sobre lo que es y será México, es participando en la disputa. Particularmente, para las universidades y para los científicos sociales mexicanos, esto constituye un reto. A nuestros quehaceres corresponde desmarcar la realidad del país de las significaciones catastrofistas y de las profecías autoritarias que clausuran la posibilidad de que se visualicen escenarios de cambio por la vía democrática y colectiva. No se trata de que desde la academia se den versiones optimistas de lo que está pasando, sino de que por medio del pensamiento reflexivo y analítico se devele para la sociedad mexicana el sentido que tiene la representación fatalista en relación con la desactivación del interés y la confianza en los movimientos sociales y la acción política, así como con la promoción y legitimación del uso de la fuerza policial y militar del Estado para proteger el orden social y la seguridad ciudadana. Y, también, con la justificación de la intervención de “la mayor democracia del mundo”.

En México estamos urgidos de contribuciones intelectuales que presenten a la sociedad mexicana y a los mexicanos en su especificidad histórica concreta, que reactiven el pensamiento crítico sobre lo que queremos ser en el futuro así como la voluntad, la responsabilidad y la acción que debemos tomar en el presente para dar existencia a tal deseo.

Por lo pronto, haciendo mía tal responsabilidad, comento que la escena final de la cinta a la que he aludido es un joven Diablito con un rifle en las manos y con el estereotipo de las personas que están relacionadas con el narcotráfico. Hay que tener cuidado de que el mensaje de “no hay de otra” se grabe en el imaginario colectivo y se naturalice entre la juventud mexicana. Hay que ponderar que lo que muestra la película es que los factores socioculturales y económicos presentes hoy en el país son los determinantes de que algunos jóvenes busquen establecer un vínculo con el crimen organizado. Y hay que apuntar lo grave que esto resulta para el país y para todos los mexicanos, independientemente de las clases sociales.

Para enriquecer la reflexión, viene como anillo al dedo lo escrito por Carlos Monsiváis (2005) en un artículo titulado “Tú, joven, finge que crees en mis ofrecimientos, y yo, Estado, fingiré que algo te ofrezco”. El autor escribió: “todos lo saben: el futuro previsible de la mayoría de los jóvenes es el futuro inevitable de la nación. Y si no quiero llevar esta premisa más allá de su enunciación es por optar más bien por el optimismo: todavía, y es probable que la tendencia no se modifique en lo inmediato, hay más jóvenes que estudiosos del fenómeno juvenil”.

Corolario: hay que redoblar esfuerzos y producir lo necesario para que, desde ya, la condición juvenil abandone los escenarios reales y representados de precariedad y desinstitucionalización. Éste es exigencia para que los(las) jóvenes mexicanos(as) se puedan convertir en participes de la construcción de un presente digno y un futuro mejor para el país.


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