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La desigualdad social en el campo educativo
Humberto Muñoz García
Campus Milenio Núm 350 [2009-12-17]
 

He anotado la gravedad de la crisis en varios artículos publicados en Campus. En el concierto internacional, México es uno de los países más afectados. Nuestra economía no funciona, nos hemos hecho más dependientes de Estados Unidos, se ha perdido la fe y las expectativas de progreso, hay desconfianza, la legitimidad del Estado está cuestionada y las distintas instancias de gobierno han sido incapaces de revertir las tendencias negativas del mercado.

El diagnóstico es nítido. Ha crecido la pobreza, no hay suficientes redes de protección social para los grupos más vulnerables y existe una especie de parálisis que obstaculiza los cambios de las instituciones para impulsar el crecimiento. Una vez más, el modelo ya dio lo que tenía que dar. Y, no obstante, hay algunos factores políticos ligados al neoautoritarismo que atoran los cambios.

La sociedad se encuentra en medio de una serie de cuestiones contradictorias. Por ejemplo, necesitamos desarrollar nuestro mercado interno, pero dependemos del exterior. Se nos caen los ingresos del petróleo y, por desacuerdos políticos, no podemos hacer una reforma fiscal de fondo. Frente a la pobreza, se estimula el consumo. Queremos tener dignidad, pero el discurso político es deprimente. La matrícula de educación superior ha aumentado (llega a 2.8 millones), lo mismo que la magnitud de jóvenes entre 12 y 29 años que no estudian ni trabajan (entre 7 y 8 millones). Requerimos ampliar la cobertura de educación superior, pero tenemos un mercado laboral restringido para los profesionistas. La educación superior es fuente de movilidad social, pero los jóvenes profesionistas no reciben un ingreso decoroso y muchos no ocupan posiciones con cierta estabilidad laboral.

El modelo instaurado hace casi tres décadas nos ha dejado con una desigualdad que aparece por todos los espacios sociales. En el campo educativo, desde hace mucho tiempo, la sociología había señalado que las diferencias de escolaridad de las personas son resultado de su origen social. Tales diferencias se han agravado en el caso mexicano. Para ilustrar el punto presento el siguiente dato: en el decil de ingresos más bajos, los años de escolaridad promedio de la población económicamente activa en 1984 eran 2.96; los del decil más alto eran 9.04. En 2002, la escolaridad promedio del decil más bajo era de 3.59 años y la del decil más alto era de 13.26, esto es, una escolaridad promedio de nivel superior. Como se aprecia, aumentaron las diferencias entre los más “ricos” y los más “pobres” (de 6.08 a 9.67 años de escolaridad).

No tengo, ahora, cómo darle seguimiento a esta información. Presento otro dato que también ilustra la desigualdad de oportunidades educativas entre grupos socioeconómicos de jóvenes entre 20 y 24 años de edad en áreas urbanas del país. En el 20 por ciento más pobre asistía a la escuela 16.4 por ciento y en el 20 por ciento más rico, 55.1 por ciento en 2002. Para 2006 hubo una ligera baja en las proporciones. Para el grupo más pobre asistió 13.1 por ciento y para el grupo de mayor ingreso asistió 51.4 por ciento. Las diferencias en las proporciones de asistencia entre ricos y pobres se mantuvieron en ambos años.

Hasta el final del gobierno de Vicente Fox no se habían modificado las tendencias. Habría que explorar lo que ha pasado en los tiempos recientes, cuando se agravó la crisis. Supongo que, por las dificultades económicas, las familias más pobres han tenido que echar mano de todos sus miembros para redondear sus ingresos, si es que acaso pueden ejercer alguna actividad que los produzca. Sospecho, también, que, con menos dinero para enviar a los hijos a la escuela y sostener sus estudios profesionales, ha aumentado el deterioro escolar de los más pobres frente a los más ricos. Habría que indagar, además, acerca de las diferencias en el capital cultural y en el aprovechamiento educativo que puede haber entre la base y la cúspide social.

Hay que ubicar la desigualdad educativa en un contexto analítico de mayor profundidad, para orientar hacia políticas que rindan más y mejores saldos. Porque tenemos muchos desafíos por delante. Ampliar las posibilidades de escolarización universitaria entre los más pobres, subsanar su menor capital cultural, invertir más recursos en las universidades e instituciones de educación superior públicas y abrir más universidades en el corto plazo, además de las que se han abierto recientemente.

Para que un nuevo modelo de desarrollo tenga éxito es indispensable hacer una reforma educativa en grado superlativo. Necesitamos fortalecer académicamente a las universidades y ampliar la cobertura de la educación superior. Hacer que los estudios universitarios tengan su respectivo retorno socioeconómico y que abran horizontes de bienestar a los jóvenes. Ésta es la prioridad principal si queremos heredar una sociedad más justa y democrática.

Aparte. En el número 18 de la revista Economía UNAM (septiembre-diciembre, 2009) se encuentra el texto "México frente a la crisis: hacia un nuevo curso de desarrollo", documento elaborado por un grupo de economistas de varias generaciones, redactado por Rolando Cordera, Carlos Heredia y Jorge E. Navarrete. En él se expone un diagnóstico sobre la situación económica y social que guarda el país y se hacen propuestas para establecer un nuevo modelo de desarrollo. Es importante leerlo y discutirlo. Por otro lado, a propósito de Santa Prisca, que cumplió 250 años, no deje de revisar el libro de la doctora Elisa Vargas Lugo, una obra ejemplar sobre el templo de Taxco, Guerrero. La autora es investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.


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