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Engranes dislocados
Alejandro Canales Sánchez
Campus Milenio Núm 218 [2007-03-29]
 

A partir de los años noventa, con la instauración paulatina de un complejo sistema de evaluación en el conjunto de establecimientos educativos, todo o prácticamente todo pasó a formar parte de una gran maquinaria de evaluación. Desde los alumnos hasta los directivos, de la enseñanza básica hasta el posgrado, de los insumos a los resultados, de las prácticas a las funciones. Todo y todos son engranes que hacen funcionar esa maquinaria. El problema es que en el inexorable trayecto se perdió el sentido de la evaluación y lo que importa es cumplir, o aparentar que se cumple, con la evaluación para otorgar o distribuir recursos financieros. Son engranes dislocados que funcionan por sí mismos.

Quizá una de las mayores dificultades es la rigidez con la que se aplica el sistema de evaluación. Al comienzo, en el terreno de la valoración del trabajo individual en el campo de la educación superior y de la ciencia y la tecnología, se dio prioridad a un perfil que encajaba casi con exactitud al personal que se dedicaba de tiempo completo a tareas de investigación. En ese entonces las protestas no se hicieron esperar, dado que la mayor parte de instituciones tenían y tienen como principal objetivo la formación profesional -no la investigación- y su personal estaba formado por profesores de asignatura.

Rápidamente se reconsideró el tema de los perfiles y se instauró un programa adicional para reconocer el desempeño docente. Sin embargo, tanto por las formas, los montos y los incentivos otorgados, persistió una asimetría en el reconocimiento de las actividades académicas. Incluso el diagnóstico del programa sectorial de la administración anterior asumió las dificultades en el funcionamiento y concepción de los programas de estímulo al desempeño. Pero, de todas formas, los programas continuaron aplicándose.

En los años noventa también se reconoció que, a la par de una evaluación generalizada, habría que llevar al conjunto institucional a un cierto grado de homogeneidad de capacidades, a una línea base de competencia. En caso contrario, los resultados simplemente mostrarían las diferencias y desigualdades de logro institucional. Ese fue el sentido de la evaluación externa practicada por los Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la Educación Superior, los programas de mejoramiento de los niveles de calificación y condición del profesorado (Supera, Promep) o de fortalecimiento de infraestructura (Fomes) o más recientemente una combinación de ambos (Pifis y Pifop).

La idea subyacente era formar círculos virtuosos en los que se articularan profesores con altos niveles de escolaridad, dedicados de tiempo completo a su actividad, preferentemente miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), altamente productivos, instituciones con una sólida infraestructura y con programas de estudio plenamente reconocidos y acreditados. Cada uno, a su vez, componente del engranaje del sistema de evaluación. Se supone que en conjunto llevarían a mejorar la calidad de la educación.

Sin embargo, el sistema, hasta ahora y después de casi dos décadas, salvo la arraigada asociación con los recursos financieros y la formación de segmentos institucionales, no ha mostrado sus beneficios en el aprendizaje ni en la mejora de la calidad.

Uno de los mayores problemas es el probable efecto que ejerce en instituciones y personas que se han esforzado por ser mejores, pero que en lugar de acercarse al circuito virtuoso, cada vez se alejan más porque falla uno de sus componentes y son irremediablemente condenadas a perecer porque se refuerzan negativamente unos con otros.

Todas las instituciones, y principalmente algunas universidades estatales, conocen de cerca las dificultades para mejorar los indicadores de desempeño, ampliar su infraestructura, incluir sus revistas en el índice de Conacyt, acreditar sus programas de estudio, posgraduar a su personal, incorporarlos al SNI, ingresar sus programas en el Padrón de Posgrados, conseguir becas para sus alumnos de posgrado, etcétera. Ejemplos hay muchos y muy variados de instituciones que, pese a su esfuerzo, son condenadas de forma injusta porque fallan en uno u otro componente.

Lo esencial sería contar con un sistema de evaluación que pudiese discriminar entre diferentes modelos, situaciones y esfuerzos. La opción no es hacer un sistema todavía más sofisticado, por el contrario, se necesita uno más elemental: uno que premie el verdadero esfuerzo y mejore la actividad, en lugar de uno que concentra recursos y sustituye al salario.


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