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La ciencia y el desarrollo nacional
Alejandro Canales Sánchez
Campus Milenio Núm 245 [2007-10-18]
 

Al comienzo de los años ochenta, en la época de los grandes planes, en la emergencia de los planes globales, conductores del proyecto nacional, la ciencia y la tecnología formaban parte de los instrumentos y acciones que permitirían alcanzar las ambiciosas metas de desarrollo. En ese entonces, al sector científico y tecnológico se le reservó un papel activo para sostener las prioridades productivas, la solución de problemas nacionales, el desarrollo de áreas estratégicas –como el sistema alimentario— y lograr la autodeterminación. Casi tres décadas después, los planes y los problemas persisten.

En el plan que presentó la actual administración el pasado mes de mayo, se indica que el desarrollo científico y la innovación tecnológica constituyen una de las principales fuerzas motrices para el crecimiento económico y el bienestar de la sociedad.

En consecuencia, plantea una serie de líneas de política para el sector, tales como la puesta en marcha de una política de Estado a corto, mediano y largo plazo, fomentar una mayor inversión, fortalecer la infraestructura, evaluar los recursos y descentralizar las actividades científicas y tecnológicas.

Los objetivos han variado ligeramente, pero persiste la intención de anclar, al menos parcialmente, el desarrollo nacional en la ciencia y la tecnología, pese al reiterado desencanto y frustración con los resultados de los sucesivos planes nacionales. Es conveniente examinar en sus trazos generales dónde se funda tal intención y apuntar cuál es su perspectiva.

Agenda internacional

La ciencia y la tecnología ha sido un tema recurrente en las agendas de gobierno y un sector que ha figurado de forma sobresaliente en las negociaciones entre bloques regionales. Las conferencias mundiales impulsadas por Naciones Unidas en Viena, Austria, en 1979, la más reciente de Budapest, Hungría, en 1999, o las que periódicamente promueve la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) con los ministros encargados de la cartera de ciencia y tecnología de los países miembros de esa organización, constatan la importancia que se le asigna al sector.

No menos notorios han sido los encuentros que se organizan en el ámbito regional, como la acción conjunta de los países miembros de la Unión Europea con la puesta en marcha de la “Estrategia de Lisboa” desde el comienzo de la década actual para intentar convertirse en la economía más competitiva para el final de esta misma década1 o las reuniones sistemáticas desde los años noventa de los ministros de ciencia y tecnología como parte de las reuniones cumbre de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

Uno de los argumentos que han estado en la base para ocuparse de la ciencia y la tecnología en los programas de gobierno y en la agenda internacional, es que se trata de un factor decisivo e imprescindible para el desarrollo socioeconómico y el bienestar de las naciones. Desde la conferencia de fines de los años setenta promovida por Naciones Unidas e, incluso, desde antes, se indicó el importante papel que podría desempeñar la ciencia y la tecnología para el desarrollo.

Al final de la década pasada, el Banco Mundial planteó que el conocimiento era lo que hacía la diferencia entre el desarrollo de unos países y el rezago de otros, lo que explicaba, al menos parcialmente, las diferencias de ingreso per cápita entre uno y otro país (Banco Mundial 1999).2 No solamente se trataba de que unas naciones tuviesen más capital que otras, dice el Banco Mundial, sino que también tenían menos conocimientos. De hecho, afirmaba que la distancia que separa a los países ricos de los pobres era mayor respecto de la generación de conocimientos que de los niveles de ingreso.

En su perspectiva, para reducir las diferencias de conocimiento y, por tanto, de desarrollo, se debería aprovechar los beneficios de un régimen comercial abierto, la inversión extranjera directa, incrementar el nivel educativo, fortalecer la capacitación científica y, muy importante, fortalecer la información y la transparencia.

La OCDE desde fines de los años noventa ha insistido en el planteamiento de fomentar la ciencia, la tecnología y la innovación para incrementar el desarrollo económico, particularmente en tratar de precisar los impactos económicos y en conceptualizar y medir la innovación tecnológica; más recientemente ha destacado la importancia de integrar la ciencia y la tecnología, particularmente sus buenas prácticas, para lograr un desarrollo sustentable. 3

También están las correlaciones que intentan comparar el nivel de desarrollo científico y tecnológico y el nivel de desarrollo social de las naciones, como el que realiza el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para establecer su índice de desarrollo humano.

Las evidencias

Sin embargo, no solamente se trata de una agenda de organismos internacionales, en el terreno de la economía se han establecido líneas de argumentación en este sentido y es uno de los ángulos analíticos de quienes se ocupan de las actividades científicas y tecnológicas desde esa perspectiva disciplinaria. Jean-Jaques Salomon, desde los años setenta, sostenía que a pesar de que era imposible calcular la rentabilidad de la investigación básica respecto de otros tipos de inversión, se podrían establecer otros de valoraciones de estas actividades.4

Más recientemente se ha intentado mostrar que la investigación básica financiada con recursos públicos tiene importantes beneficios económicos, tanto directos como indirectos.5

A pesar de las dificultades metodológicas con los estudios econométricos y su concepción simple del modelo de producción del sistema de ciencia y tecnología que no reconoce la heterogeneidad de campos científicos y sectores industriales y tecnológicos, las estimaciones del impacto de la investigación sobre la productividad en su mayoría han mostrado tasas de retorno positivas.

Lo más importante es que, los estudios de caso que han conducido y las encuestas, como formas metodológicas complementarias de estudio, han mostrado que también tienen otro tipo de beneficios, tales como un nuevo conocimiento útil que está incorporado en los procesos o productos, el reclutamiento por la industria de investigadores y posgraduados o el papel y función que pueden cumplir las redes de investigadores financiados públicamente.

Esto es, a pesar de ciertos matices, se reconoce que las actividades científicas y tecnológicas tienen un efecto en el desarrollo y generan beneficios públicos, tal parece que de ahí deriva tanto su relevancia como la importancia de preservarla y financiarla con recursos públicos; se trata de una actividad que se origina a partir de una necesidad o un problema advertido y definido como público, por lo que las actividades científicas y tecnológicas se podría considerar como un bien público.

A la ciencia, a diferencia de la tecnología, se le reserva la tarea de conocer la naturaleza y la sociedad, a la segunda se le adjudica más bien la responsabilidad de aplicar los conocimientos derivados de la primera, por tal motivo a esta última se le valora más bien por su aplicación y sus efectos en la industria y en la producción de bienes y servicios.

La distinción es relevante porque se supone que el conocimiento derivado de la ciencia es, en buena medida, patrimonio universal, mientras que los que se derivan de la tecnología son susceptibles de ser apropiados y comercializados. Por ello, a esta última se le vincula más estrechamente con los beneficios económicos y se le reserva un trato diferente en el financiamiento público.

Por tales razones se supone que al sector privado no le interesa invertir en la ciencia o en la investigación básica o, al menos, no en el volumen que fuera deseable, porque será difícil que recupere su inversión dado lo incierto que podría ser el proceso de descubrimiento y porque de ser el caso los beneficios, eventualmente, no podrían ser apropiados de manera individual, por tanto existe desaliento para invertir en la producción científica.

Así, parece justificada la intervención gubernamental en las actividades científicas, para corregir las fallas de mercado que se presentan, realizando inversiones directas o a través de diferentes incentivos.

Sin embargo, la ciencia, estrictamente, no es bien público puro, en todo caso, como la educación, es un bien cuasi público, porque en principio no todos tienen acceso a ella ni tampoco todos gozan de sus beneficios. Es decir, no satisface completamente el rasgo de inapropiabilidad e indivisibilidad de los bienes públicos puros.

El problema, sin embargo, es que en México la política hacia el sector, pese a la similitud de los diferentes planes y programas sobre el desarrollo nacional de los distintos periodos, ha oscilado, por una parte, entre una indefinición del problema público al cual debe atender la ciencia y la tecnología y, por otra, las iniciativas han estado sujetas a contingencias sexenales y macroeconómicas. Los resultados están a la vista.

Notas
1 European Commission. Report from the High Level Group chaired Wim kok Facing the Challenge. The Lisbon strategy for growth and employment. Luxembourg: Office for Official Publications of the European Communities. 52 pp. (http://europa.eu.int/comm/lisbon_strategy/index_en.html)
2 Banco Mundial (1999) El conocimiento al servicio del desarrollo. Resumen. Washington. DC.
3 OCDE (2007) Integrating Science & Technology into Development Policies: An International Perspective, París.
4 Jean–Jaques (1970), Ciencia y política, Siglo XXI. México
5 Ammon J, Salter and Ben R. Martin (2001) “The economic benefits of publicly funded basic research: a critical review” Research Policy. UK.,vol. 30, no. 3.; Ben R. Martin & Puay Tang (2007) The benefits from publicly funded research. Paper no. 161. Science and Technology Policy Research (SPRU) - Electronic Working Paper Series. (SEWPS) 41 pp. (www.susex.ac.uk/spru/).


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