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Por una nueva normalidad más equitativa
Marion Lloyd
Campus Milenio Núm. 870, pp. [2020-10-08]
 

Es siempre complicado hacer ejercicios de prospectiva. Frecuentemente, están desmentidos por los “accidentes” de la historia, cualesquiera que sean las herramientas que les den solidez. Hace un año, los economistas avizoraban una recesión en México. Ni ellos, ni nadie preveían que se combinaría con la pandemia de covid-19. En ese contexto adverso, pensar hoy el futuro es tan difícil como desligarse de los aleas del presente. Sujetos todos como estamos a incertidumbres sobre el mañana, algunos vaticinamos que será sombrío, tanto por hastío circunstancial como en reacción a las intervenciones públicas dirigidas a mitigar la emergencia. Partiendo de que la coyuntura refuerza la premura por repensar conductas, individuales y colectivas, pero, asimismo, decisiones de gobernanza, en este artículo, para demostrar la legitimidad de esa convicción, quisiera reflexionar, con respecto de la educación superior, sobre tres puntos de quiebre. Muestran esos la importancia de rediseñar políticas sectoriales, ante el agotamiento de las aplicadas en las pasadas décadas.

Políticas agotadas

Un primer aspecto concierne la internacionalización. En México, esa adquirió relevancia en las postrimerías del siglo pasado, por la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Construida socialmente como una prueba irrefutable de calidad institucional, se tradujo en un reforzamiento de los intercambios estudiantiles y, sobre todo, en el envío de alumnos mexicanos afuera. Sin embargo, la movilidad saliente, aunque fuese la actividad insignia del proceso nacional de internacionalización, no se volvió masiva. En 2018, no alcanzaba el 1 por ciento de la matrícula, una tasa similar al promedio calculado diez años atrás. Igualmente, los resultados reportados en otros rubros (doble titulación, enseñanza de idiomas, investigación en redes globales, atracción de académicos internacionales y enseñanza compartida) fueron limitados. En consecuencia, la internacionalización falló en despertar aspiraciones en grupos extensos y en ser apreciada en tanto función sustantiva en los establecimientos de educación superior.

Hoy, es imprescindible reconfigurarla para preservarla. Aunque no estén disponibles estimaciones actualizadas para calibrar el repliegue de la movilidad internacional ante el covid-19, noticias sueltas revelan una caída en las cifras de becas y beneficiarios. Las ansias individuales para desplazarse disminuyeron, debido al cierre de las fronteras, la inactividad de los aeropuertos, las dificultades para obtener visas y las reticencias de muchos a alejarse de sus familias, en un periodo de zozobra. Para mantener la internacionalización como una actividad institucional relevante, autoridades y responsables tendrán que asignarle apoyos menguantes, vinculándolos con las fortalezas de sus establecimientos, no con un aprovechamiento casual de oportunidades externas. A mínimo, ese enfoque requerirá una profesionalización del personal de las oficinas de asuntos internacionales y una visión estratégica de los tomadores de decisión sobre cómo reforzar su carácter endógeno.

Otra política a reformular es la de inclusión, a la luz de las desigualdades acarreadas por la pandemia. Medidas compensatorias o positivas (ingreso preferencial por origen o condición, becas, tutorías, reformas pedagógicas, creación de núcleos especializados, adecuación de las instalaciones e infraestructuras, desconcentración geográfica de unidades) para incorporar a estudiantes indígenas, afro-descendientes, con discapacidad, mujeres y migrantes han sido instrumentalizadas en los anteriores quince años. Fueron incluso reguladas por disposiciones jurídicas y protocolos gubernamentales. No obstante, el imprevisto y desgraciado auge en la cantidad de alumnos en condiciones de vulnerabilidad y de brecha digital, causado por la pandemia, indica que las medidas en pro de una mayor justicia social requieren ser apuntaladas para no dejar atrás a los excluidos (tradicionales o recientes).

Entre esos últimos, destacan los “desaparecidos” de la educación superior, es decir los estudiantes aceptados pero que no ingresaron por primera vez o que no renovaron su inscripción durante el retorno a clases del 2020. A ellos, habrá que añadir los que, probablemente, desertarán en el transcurso de ese ciclo, por atrasos en su proceso formativo durante la contingencia u otros motivos. Habrá que establecer sus porcentajes versus los admitidos para identificar puntualmente las dinámicas del abandono, a sabiendas que los establecimientos con vocación social o localizados en municipios con elevados índices de pobreza serán los más golpeados. Será preciso implementar estrategias de retención/recuperación de esos jóvenes en lugar de inclinarse al camino fácil, pero cínico: olvidar a los que ya no están, que se hayan ido o que ni siquiera hayan llegado.

La tercera es la educación a distancia: solución socorrida y casi única ante el cierre de las instalaciones, suscita múltiples interrogantes, en un país con altos grados de desigualdad. Esos interrogantes versan sobre su cobertura efectiva, su incorporación a los procesos presenciales de enseñanza, sus efectos en la (re)definición de las obligaciones docentes, la conciliación de intereses entre quiénes la proveen (comercial- o solidariamente), quiénes la instrumentan (profesores) y quiénes la reciben (estudiantes) y la rendición de cuentas sobre sus condiciones de prestación. Escasea en efecto la información sobre los montos, directos e indirectos, de las inversiones en el diseño y la provisión de los contenidos y programas.

Otro pendiente concierne el tecno-estrés laboral entre los académicos: al atender a estudiantes vía plataformas, muchos experimentan fatiga por el modo de suministro e inseguridad acerca de cómo sus pupilos reciben las clases. Expresan necesidades de capacitación para manejar las TIC y de un entrenamiento para formatear mejor sus cursos a distancia o evaluar los aprendizajes, acordes a las circunstancias en las que los alumnos los adquirieron.

En suma, tanto las políticas de gestión de la pandemia como la pandemia misma obligarán pronto a decidir qué seguirán haciendo las instituciones de educación superior, qué dejarán de hacer y qué requerirán hacer, respecto de las tres políticas mencionadas (y de otras como la evaluación, los datos abiertos, las condiciones laborales de los académicos, la hiper burocratización, etcétera). Esa transformación sectorial es producto de la transformación social en ciernes y, asimismo, de los disfuncionamientos acumulados en un marco de políticas públicas, continuadas durante 30 años. Confronta a los actores educativos simultáneamente con un imperativo de actuación y con una parálisis para lograrlo, por falta de presupuesto, de debates y de orientaciones concertadas.

Circunstancias restrictivas

En el transcurso del 2020, so pretexto de lucha contra el covid-19, la reducción de los recursos a la educación superior, de acuerdo a la Ley federal de Austeridad Republicana, fue confirmada. Fue indirectamente corroborada por la publicación en el Diario Oficial de la Federación de modificaciones reglamentarias a diversas normatividades sectoriales. Se plasmó en el proyecto de presupuesto presentado por la Secretaria de Hacienda. Fue reiterada por el empecinamiento de las instancias gubernamentales en promover la extinción de los fideicomisos, incluyendo los que respaldan centros de posgrado e investigación de prestigio, conforme con una “aberrante confusión entre logro y privilegio”, según el título de un artículo del escritor Javier Marías [El País, 19 de septiembre 2020]. Se augura que esa supresión y demás medidas convergentes tendrán consecuencias negativas en las labores científicas y en la condición estudiantil de los jóvenes con mayores carencias.

Ese conjunto de decisiones restrictivas tomadas en contra de las opiniones expresadas por universitarios en la prensa y en los parlamentos abiertos organizados por la Cámara de Diputados, desestabilizarán el sistema de educación superior, académica y organizacionalmente. Perfilan un deterioro que aplazará cualquier resolución de sus problemas estructurales y coyunturales y el alcance de los objetivos de política pública, enunciados el 8 de julio 2020 en el Programa Sectorial de Educación 2020-2024. Constituyen un desmentido al compromiso de campaña del gobierno electo de brindar una educación inclusiva y de calidad, en todos los niveles y para todos. Empeorarán el desgaste de una profesión, recientemente víctima de descalificaciones inmerecidas.

En circunstancias que han trastornado las percepciones espaciales y temporales del fenómeno educativo y sus frágiles equilibrios, será preciso reflexionar sobre la (ir)reversibilidad de los cambios acaecidos en los pasados meses, para no sobrevalorar sus incidencias, a mediano plazo. Pero, en la práctica, si se pretende minimizar anunciados desastres, apremia también evaluar sistemáticamente las políticas públicas de educación superior y de ciencia en vigor y la validez de la argumentación que las justifica. Por lo pronto, quedan sin respuestas preguntas esenciales: ¿Quiénes definirán (o descartarán) medidas de salida integral de crisis? ¿Cómo las ejecutarán, considerando sus costos y los desacuerdos que generan? ¿Cómo participarán en ellas los científicos y los universitarios, aportando a la resolución de problemas específicos y colectivos, desde sus áreas de especialidad?

No es, pues, que no haya futuro. Pero ese no es radiante, sino oscuro y embargado por focos múltiples de tensión. Ahora como antes, les lendemains qui chantent (es decir la promesa de un “mejor” estar para todos) están postergados para un después sempiterno. La esperanza, compartida por muchos, de que la ciencia y la educación superior sean elementos sustanciales en un proyecto alterno de país se desvanece, convirtiéndose en una desilusión más.


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Last modification: April 29 2020 11:44:32.  

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