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Agotamientos y tensiones en el oficio académico
Humberto Muñoz García
Campus Milenio Núm. 854, pp. 5 [2020-06-18]
 

Hace años escribimos un artículo (Suárez y Muñoz, 2003) en el que señalábamos que las políticas de estímulos estaban dando como resultado la desinstitucionalización de las universidades, y de otros centros de investigación y docencia del nivel superior.

Recibir becas, adicionales a los sueldos, amarró a los académicos a la competencia por mayores recompensas en dinero. Implicó que cada académico tuviera tres evaluaciones con distintos requisitos: los del tabulador, los estímulos internos y el SNI, al que se le dedica tiempo y esfuerzo para cumplir con sus normas, porque además de la beca, otorga prestigio. La obra de un investigador ya no es para realización intelectual, sino para alcanzar posiciones.

El gobierno de la República, en los años ochenta del siglo pasado, impuso una política de deshomologación salarial (Muñoz, 2007) que ha contribuido a individualizar el trabajo y a dividir a los académicos, según sean investigadores nacionales o no, y según las posiciones que guardan en la institución para la que trabajan.

La becarización (Suárez, 2011) ha ido de la mano de una cultura laboral donde cada uno vela por sí mismo. Además, el menoscabo de las burocracias por la ciencia, y la educación superior, ha contribuido a la desarticulación de los académicos.

Los académicos son un sector estratificado, con intereses distintos, que se encuentra presionado para publicar, en revistas indizadas, en inglés de preferencia. El trabajo académico ha quedado sometido a la contabilidad de productos por instancias que lo cuentan periódicamente. Valoran positivamente el puntaje de la revista y el impacto medido en citas, conteo que ha permitido abrir empresas internacionales de métrica científica muy redituables.

La política de remunerar mediante becas agudizó la división de los académicos, y posibilitó el surgimiento de problemas que ahora están rematando en la mala relación del gobierno con la ciencia.

Hay una fuerte tensión entre someterse a evaluaciones que miden productividad y ejercer plenamente el oficio de académico. La investigación, particularmente en humanidades y ciencias sociales, no puede guiarse por un espíritu productivista. Un texto requiere tiempo de análisis, reflexión y maduración, antes de hacerse público, para que en efecto tenga impacto social, político o académico.

Algunos gobernantes actuales suponen que los investigadores están cómodamente sentados escribiendo, y exigiendo dinero. El gobierno fue quien volvió inseguro el trabajo académico, porque las becas pueden desaparecer sin mayor justificación. Probablemente, el trabajo académico se volverá más precario después de la pandemia, por la austeridad del gobierno. Al contrario, lo que se necesita es un nuevo proyecto pactado en el que se valore el trabajo científico y su vínculo con la docencia universitaria.

En materia educativa, también, hay desencuentros entre lo que se esperaba y lo que pasa; hay pocas acciones para redefinir el rumbo, en serio. Se redacta una ley de educación superior en secreto. Estamos en desacuerdo con la reducción de los soportes económicos y políticos a la educación superior. No queremos que haya corrupción, que regresen al poder los que perdieron en el 2018, los que crearon tanta violencia. Para no regresar al pasado, necesitamos un cambio de ruta, un nuevo pacto entre el gobierno y los trabajadores académicos. Para que se les destine a las universidades presupuesto suficiente y oportuno, se pague salarios dignos y se realicen las vocaciones científicas.

Las burocracias sacaron a los académicos de la política universitaria y científica. La diferenciación y segmentación de las universidades, su tamaño, su dispersión territorial, las características individuales de los académicos, posición, orientación valorativa, membresía sindical, edad, antigüedad, grado, han jugado interactivamente para que los dejaran fuera de la toma de decisiones. Pero no todo ha quedado en esto. Posiblemente van a surgir grupos interesados en cambiar las realidades establecidas, y comenzar a restructurar las instituciones.

Habrá de tenerse en cuenta que las universidades públicas soportan la mayor carga de la matrícula, y que tienen las mayores capacidades de producción de conocimiento, para el desarrollo local y nacional. La sociedad reconoce su prestigio y les tiene confianza para hacer proyectos conjuntos. Si algo nos ha dejado la pandemia es la necesidad de un cambio para que las instituciones funcionen mejor y sirvan mejor a la sociedad.

Mientras, hay un buen número de asuntos que hace falta investigar. Necesitamos saber qué pasa realmente con los académicos de tiempo completo (Suarez y Muñoz, 2016). Saber qué pasa con los docentes de asignatura. Sería bueno comenzar por desechar la imagen de que están dedicados a cumplir con lo que les mandan las burocracias, y sus procesos de evaluación, que sirven al control de profesores e investigadores.

Mi punto de vista es que se requiere afianzar las identidades académicas, que profesores e investigadores se organicen, fortalezcan la institucionalidad y el carácter público de las universidades, y que promuevan cambios en las relaciones que mantienen con las instituciones, y entre ellas y el gobierno. Una academia en movimiento.


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