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Cuarta Transformación: ¿Y qué con la tercera función universitaria?
Alejandro Canales Sánchez
Campus Milenio Núm. 764, pp. 5 [2018-08-02]
 

En la región, la docencia, la investigación y la extensión han sido consideradas las funciones sustantivas de la universidad. Sin embargo, en las décadas recientes, la discusión pública y la formulación de propuestas se ha concentrado más bien en las dos primeras, soslayando o subestimando la tercera función. No siempre fue así y tal vez va siendo hora de volver a discutir el papel de la extensión.

Ciertamente, buena parte del interés público sobre la educación superior, en México y en América Latina, se dirige a tratar de buscar y ofrecer alternativas a los problemas de cobertura y calidad en este nivel. Y sí, no hay duda, ampliar las oportunidades educativas de calidad para un mayor número de jóvenes sigue siendo un asunto elemental. En la región, el promedio de cobertura para el grupo de edad es de alrededor del 45 por ciento. No obstante, hay varios países que están abajo de ese promedio (México, por ejemplo, tiene 37 por ciento) y otros que lo superan claramente (Brasil o Argentina).

Otra parte del debate intenta dirimir cuál podría ser el modelo universitario a seguir: uno, centrado fundamentalmente en la educación profesionalizante; otro, orientado a la producción de conocimiento; o bien, otro que equilibre los dos anteriores, aunque sin mucha fortuna. Las opciones han dependido de la estructura de incentivos puestos por la política pública. Sin embargo, ha sido relativamente claro que solamente una parte muy reducida de instituciones pueden optar por un modelo orientado por la investigación.

En las propuestas que se formulan, sea para expandir la cobertura o para decidir sobre el modelo de referencia, pocas veces, muy pocas, figura la tercera función universitaria. Esta última, generalmente asociada a la extensión o difusión de la cultura, entendida como llevar el conocimiento o las actividades culturales a una población más amplia, particularmente la que no ha tenido oportunidad de ingresar a la educación superior. Pero, si es el caso, generalmente se reserva para unas cuantas instituciones, las más consolidadas del conjunto del sistema.

El origen de la extensión universitaria en la región, como lo dice Carlos Tunnermann, puede situarse en el movimiento reformista de Córdoba en 1918 —ese que en este año cumple un siglo—, porque ahí se realizó el primer cuestionamiento serio a la universidad latinoamericana tradicional y comenzó la preocupación por extender la acción universitaria más allá de los marcos institucionales (El nuevo concepto de extensión universitaria y difusión cultural y su relación con las políticas de desarrollo cultural en América Latina).

En el famoso y multicitado Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria de junio de 1918 quedó anotado: “Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y —lo que es peor aún— el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara”.

No solamente las universidades buscaron salir de sus umbrales institucionales. El origen del Colegio Nacional en México, al comienzo de los años cuarenta, también tuvo un propósito fundamentalmente de divulgación. Según su decreto de creación, personalidades de la filosofía, las ciencias y las artes debían estar en contacto con “aquellos hombres que en virtud de las actividades a que fundamentalmente dedican su existencia, quedan impedidos de concurrir a los centros escolares en que normalmente se imparten estas enseñanzas, o bien con quienes, ya iniciados en ciertas disciplinas buscan su perfeccionamiento” (Diario Oficial de la Federación 13.05.1943: 7).

El tiempo ha corrido desde el movimiento reformista de Córdoba y la creación del Colegio Nacional. El mundo es otro. Algunos de los cambios: las instituciones educativas se han multiplicado, pero han perdido su lugar privilegiado como fuente de conocimiento; la cobertura de la educación superior se ha ampliado, aunque de forma desigual; la formación definitiva ha dado paso a la educación a lo largo de la vida; la estructura de incentivos para las instituciones se ha modificado; la información y el conocimiento se han acumulado exponencialmente; y una revolución informática y dispositivos tecnológicos también han ingresado en las aulas. ¿La extensión universitaria también tendría que replantearse? Sin duda.

La Unión Latinoamericana de Extensión Universitaria, en febrero de este año y en anticipación a la conmemoración del movimiento reformista de Córdoba, declaró que: “Es la hora de seguir consolidando la Extensión como una forma de aprender, enseñar, investigar y producir conocimiento. Es la hora de vincular profundamente a estudiantes y docentes y a nuestras universidades como un todo, con los procesos de transformación democrática y solidaria de nuestras sociedades latinoamericanas” (uleu.org). Por cierto, esta Unión sostiene que la extensión antecede al movimiento reformista. Si en México habrá una cuarta transformación, esa tercera función de la universidad también debiera discutirse.


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