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¿Adiós a la federalización?
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm. 505 [2013-04-11]
 

Bajo la expresión “reforma educativa”, las autoridades federales del sector están impulsando lo que parece ser un auténtico viraje en las formas de conducción y gestión del sistema educativo nacional, viraje que está representado por el tránsito de las políticas a las leyes. Se trata, hasta el momento, de una cuestión más de énfasis que de cambio paradigmático, pero está ahí: desde la SEP se piensa, y se está actuando en consecuencia, que a través de una renovación jurídica, que inicia con el cambio constitucional, es factible construir un nuevo modelo de gestión educativa centrado en la calidad de procesos y resultados.

Es cuestión de diseñar buenas leyes, y como segundo paso exigir su cumplimiento mediante instrumentos también jurídicos. Este enfoque, no sobra decirlo, incluye la posibilidad de aplicar un repertorio de sanciones ante el eventual incumplimiento de la normativa instaurada. De este modo, se piensa, entra en el escenario de la viabilidad el control del magisterio disidente, la profundización de las prácticas de evaluación en todos los ámbitos del sistema, y la puesta en orden del sector privado que participa en la oferta educativa, entre otras posibilidades.

En sexenios anteriores, principal pero no exclusivamente en los encabezados por Acción Nacional, se buscó instaurar el cambio educativo mediante el diseño, desarrollo e implantación de políticas y programas. Y vaya que fueron reformistas las administraciones del PAN a través de esa estrategia. Se volvió obligatorio el nivel preescolar, se reformó la enseñanza primaria y la secundaria, se abrió paso la reforma integral de la educación media superior y se hizo obligatorio este nivel de estudios, y en el tramo superior se impulsó un nuevo modelo de gestión centrado en la planeación estratégica y la operación de un vasto repertorio de programas de estímulo a la productividad. Además se experimentaron múltiples programas, desde becas hasta habilidades digitales, para propiciar la innovación educativa. No hablemos de la evaluación, que tuvo en los dos sexenios previos un muy amplio impulso.

¿La gestión del aparato educativo mediante políticas, programas e incentivos generó los resultados de calidad buscados? Es discutible. Sin duda mejoraron los niveles de cobertura y eficiencia en todos los niveles, en buen parte gracias a una masiva distribución de becas. También se tuvieron resultados alentadores en términos del perfil académico del profesorado de bachillerato y la educación media superior. Otras reformas, la del bachillerato y la de la educación normal son todavía muy recientes para juzgar su efectividad, y es también relativamente corto el lapso de la implantación del modelo curricular por competencias en los distintos niveles y modalidades del sistema para emitir un juicio definitivo.

Hasta hoy no se sabe, habrá que esperar hasta la formulación del programa sectorial del actual sexenio, cuáles de las políticas y programas intentados tendrán continuidad, cuáles se dejarán de lado y, sobre todo, cuáles van a ser las innovaciones a experimentar en la presente administración. Ya se verá y ya lo comentaremos, por lo pronto hay muy poco sobre la mesa como para abordarlo en uno u otro sentido.

¿Y la federalización?

Lo que sí es llamativo en el cambio de enfoque es el nuevo brío con que se impulsa la gestión central del sistema. Llámese “recuperar la rectoría del Estado en educación”, o simplemente hacer valer la primacía jurídica de las normas: Constitución, Ley General, normas reglamentarias. Una expresión clara de este aspecto radica en el generalizado rechazo, tanto de las autoridades como de los medios, a las propuestas de regionalización de la evaluación y los contenidos educativos que han surgido de la movilización de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, la CNTE, en Guerrero y Oaxaca.

Como una derivación del impulso federalista instaurado en la reforma a las normas educativas en 1992-1993, la totalidad de las entidades federativas del país reformaron o crearon normas e instancias legales para administrar y gestionar sus respectivos sistemas estatales de educación. En no pocos casos crearon, bajo el mismo impulso, instancias dedicadas a la evaluación de dichos sistemas, así como ámbitos para la promoción de los contenidos regionales autorizados por la Federación.

Quienes han estudiado el proceso educativo federalista generalmente han insistido que, lo que hace falta para redondear el proceso, es ampliar las facultades de los estados para desarrollar fórmulas propias de desarrollo curricular, adecuación de contenidos, regulación de la oferta, enfoques locales de pertinencia, y evaluación de los sujetos, procesos y resultados.

De ahí que no sea insensata, sino al contrario, la propuesta de contar, por ejemplo, con instancias estatales de evaluación incluso de carácter autónomo. ¿No opera así el IFE o el IFAI en sus áreas de competencia? ¿No es esta la fórmula que permitiría implantar un sistema nacional de evaluación como lo propone la reforma al artículo tercero constitucional?

Los programas sectoriales de Salinas, Zedillo, Fox y Calderón coincidieron en el objetivo, de profundizar la vía federalista para mejorar la conducción y coordinación del sistema. Hoy en cambio, hasta el momento, esta discusión no ha entrado en el escenario político de la reforma, más bien al contrario.

¿Decimos adió a la federalización? Es pregunta.


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