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Las universidades estadunidenses mienten para subir en los rankings
Marion Lloyd
Campus Milenio Núm. 500 [2013-02-28]
 

Lo que era un secreto a voces se ha vuelto un grito a los cuatro vientos. En el último año, media docena de universidades estadounidenses, algunas de gran prestigio, han reconocido públicamente que falsificaron datos en un intento por mejorar su posición en los rankings. Y la lista de las implicadas creciendo mes con mes. El engaño va más allá de la ya conocida práctica de gaming, en que las universidades presentan sus datos de la forma más favorable posible. Por primera vez, las instituciones están aceptando haber mentido en nombre de la competitividad, en una muestra más del impacto nocivo de los rankings sobre la educación superior.

Claro está, las propias universidades son las principales responsables de sus acciones. Pero no es mera coincidencia que tantos administradores universitarios sintieron la tentación o necesidad de recurrir a prácticas deshonestas. Más bien, revela la enorme presión que sienten de que su universidad triunfe en los rankings; de ello depende el prestigio de su institución, y en algunos casos, su permanencia en el puesto. La histeria alrededor de los rankings es particularmente palpable en Estados Unidos, en donde la famosa clasificación producida por la revista U.S. News & World Report cumple ya 30 años de existencia.

Pero el “ranking fever” no es exclusivo de Estados Unidos. Un estudio de universidades en 41 países, realizado por la investigadora irlandesa Ellen Hazelkorn en 2008, deja claro la importancia que otorgan los funcionarios universitarios a los rankings. De los encuestados, 58 por ciento dijo estar infeliz con su actual ranking institucional y 82 por ciento aspiraba a mejorar su posición a nivel internacional. Un 50 por ciento dijo usar los resultados de los rankings paraefectos publicitarios. Además, 70 por ciento aspiraba estar dentro del primer 25 por ciento a nivel internacional —una carrera en la cual la mayoría quedarán frustrados.

A su vez, las críticas hacia los rankings y sus metodologías se hacen cada vez más presentes, como constatan las declaraciones de los recientes congresos auspiciados por la Unesco en Buenos Aires, Paris y la Ciudad de México. Sin embargo, éstas aún no han logrado la masa crítica para impedir el uso —o mal uso— de los rankings por parte de los hacedores de políticas públicas y el público en general. Una buena clasificación sigue siendo sinónimo de éxito, o inclusive sobrevivencia, como institución. Esto se debe al hecho de que los resultados de los rankings, por más cuestionables que sean sus metodologías, son tomados como la última palabra sobre la calidad de la universidad. De allí depende en gran medida el acceso de la universidad a fondos públicos de investigación y su capacidad de atraer a los “mejores” estudiantes, factores que alimentan los indicadores de la institución y sus posibilidades de atraer más beneficios. También, influyen en la magnitud de donativos que recibe de sus egresados y en los sueldos de sus funcionarios.

Por otro lado, un mal lugar en los rankings —o peor aún, el hecho de no aparecer— puede tener repercusiones fuertes, tanto para la institución como para los sistemas nacionales de educación superior. En los últimos años, los gobiernos de Francia y Rusia han lanzado reformas universitarias de gran magnitud, como respuesta al pobre desempeño de sus instituciones en los rankings internacionales.

Ante tal panorama, es poco sorprendente que algunas universidades han caído en la tentación de jugar chueco. Y no es difícil. Más de la mitad (54 por ciento) de los datos utilizados por U.S. News, por ejemplo, son fácilmente manipulados por las universidades, según un estudio publicado en 2012 por Morgan Cloud y George Shepherd, profesores de derecho de la Universidad de Emory. Las tácticas engañosas empleadas por las universidades incluyen: ofrecer descuentos en el costo de la solicitud de admisión a solicitantes con pocas posibilidades de entrar, para elevar la selectividad de la institución; contratar a recién graduados de forma temporal, para inflar la tasa de empleo de los egresados; pagar a estudiantes para que retomen el Scholastic Aptitude Test (SAT), el principal examen aplicado a aspirantes a las universidades estadounidenses, para elevar el promedio institucional; o de plano proporcionar datos falsos, ya que gran parte de la información es reportada por la propia universidad.

La primera institución en aceptar públicamente que falsificó datos fue Claremont McKenna, un prestigiado colegio de artes liberales en California, en enero de 2012. Su rectora, Pamela B. Gann, reveló que un funcionario de alto nivel había renunciado después de confesar haber inflado los resultados de sus estudiantes en el SAT; en general, elevó el resultado por un margen de 10 a 20 puntos, de un total de 800. La información fue reportada —o mal reportada — al Departamento de Educación federal y a U.S. News & World Report, que utiliza el dato para computar su ranking.

Después, en agosto, la Universidad de Emory, en Georgia, admitió que funcionarios allí habían falsificado datos durante más de una década “con el conocimiento y participación de los directores de las oficinas de admisiones y de investigación institucional”, reportó The Chronicle of Higher Education. Los funcionarios inflaron el porcentaje de estudiantes cuyo promedio de preparatoria los ubicaban dentro del primer decil, según una investigación realizada durante tres meses por parte de la universidad. Esa última cifra también es utilizada por U.S. News & World Report para calcular su ranking.

U.S. News inicialmente desestimó las implicaciones de haber recibido información falsa. No obstante, cuando la Universidad de George Washington, otra institución prestigiada en Washington D.C., confesó en noviembre 2012 haber falsificado datos, la revista decidió remover la universidad del ranking y la reubicó en la categoría de unranked (sin ranking). El siguiente mes, aplicó la misma medida a la Escuela Freeman de Negocios, de la Universidad de Tulane; oficiales allí aceptaron haber reportado datos incorrectos sobre los resultados de pruebas estandarizados y sobre el número de solicitantes a su programa de M.B.A. durante varios años.

La última institución en salir a la luz pública —en este caso ofreciendo una disculpa a medias — fue la Universidad de Bucknell, en Pennsylvania. En una carta dirigida a su junta directiva a finales de enero, el rector John C. Bravman reveló que la oficina de admisiones de la universidad proveyó datos “inexactos” sobre los resultados de sus estudiantes en el examen SAT. Según Bravman, oficiales universitarios eliminaron las calificaciones numéricas de algunos estudiantes, elevando el promedio de la universidad. Los resultados fueron reportados durante siete años a su junta directiva y a U.S. News & World Report, que en 2012 colocó a la universidad en el lugar 32 en su subranking nacional de liberal arts colleges.

Al pedirles perdón a la comunidad de Bucknell y a la junta directiva, Bravman dio pocas explicaciones. “No puedo discernir las intenciones de las personas, pero, como mínimo, los números inexactos demuestran, como fue admitido durante esas conversaciones, una falta de atención inexplicable a la exactitud de los datos que les debe la universidad a U.S. News— y a Uds. como junta directiva”.

En realidad, como bien sabe el propio Bravman, no hay nada inexplicable en la decisión de su staff de maquillar los datos. Lo que sí es inexplicable, sin embargo, es el hecho de que ninguno de estos casos ha resultado en un castigo, más allá del despido de los oficiales en cuestión.

Por su parte, U.S. News ha adoptado una posición pragmática y cínica ante las revelaciones de las instituciones: solo quita de su ranking a las instituciones en donde la diferencia entre la información falsa y la corregida es suficiente para haber influido en su calificación numérica. Tal fue el caso con la Universidad de George Washington y la escuela de negocios de Tulane, pero éstas solo quedan fuera del ranking por el año en cuestión. En resumen, la revista estuvo dispuesta a hacer la vista gorda ante las prácticas fraudulentas, siempre y cuando no alteraban el resultado de su ranking.

La revista ha sido igualmente tolerante en el caso de las escuelas de derecho en Estados Unidos, que han enfrentado demandas legales por proporcionar datos engañosos sobre la tasas de empleo de sus recién egresados. Las escuelas, que son de nivel posgrado, en su mayoría reportan tasas mayores a 90 por ciento. Lo que no dicen, sin embargo, es que solo una pequeña parte de esos egresados trabajan en áreas relacionadas con la ley, mientras muchos perciben sueldos muy bajos. En algunos casos, las universidades inclusive contratan a sus propios egresados en trabajos administrativos de muy bajo nivel, con tal de inflar sus cifras.

Críticos de tales prácticas argumentan que representan un fraude colectivo, e inclusive constituyen delitos federales, ya que la información engañosa fue proporcionada a instancias federales. Así argumentan los profesores Cloud y Shepherd, en un artículo intitulado “Law professors in jail” (decanos de escuelas de derecho en la cárcel), publicado unos meses antes de que la Universidad de Emory anunciara el fraude cometido por sus funcionarios. Según Cloud y Shepherd, tales prácticas constituyen delitos federales, como son “fraude por correo y por vía electrónica, conspiración, asociación delictiva, y declaraciones falsas”. Sin embargo, a pesar del deseo de los autores de ver a los responsables en la cárcel, hasta 2012, ninguno de los casos había prosperado en los tribunales.

Tal impunidad explica en parte porque tantas universidades decidieron admitir su mala conducta. Pero queda por verse cuál será el impacto de largo plazo de las revelaciones sobre la credibilidad de las instituciones y sobre los rankings. A un año del primer anuncio vergonzoso, lo único que parece claro es que el número de universidades involucradas va en aumento. Y que poco le importa el engaño colectivo a U.S. News & World Report.


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