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Un horizonte para la investigación científica
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm. 481 [2012-10-04]
 

El pasado 27 de septiembre se reunió el presidente electo, Enrique Peña Nieto, con un conjunto importante de autoridades de universidades y centros de investigación, así como representantes de asociaciones académicas y líderes del sector empresarial del país. El motivo del cónclave fue la entrega al próximo titular del Ejecutivo Federal del documento titulado “Hacia una Agenda Nacional en Ciencia Tecnología e Innovación”.

El texto es producto de un trabajo en seminario en el que participaron funcionarios del sector universitario y científico del país, así como académicos renombrados y especialistas en distintas áreas. Lo suscriben más de sesenta organismos y la primera nota relevante es que los participantes en este colectivo hayan conseguido ponerse de acuerdo en temas de no fácil conciliación como, por ejemplo, las responsabilidades que competen al gobierno, a las entidades académicas y a la iniciativa privada para impulsar el desarrollo de las actividades de ciencia, tecnología e innovación en México.

Desde el enunciado del objetivo estratégico “para una política de Estado 2012-2018”, el documento acusa una fuerte impronta de la hipótesis según la cual el conocimiento científico es un factor crucial para la reactivación económica. Dicho objetivo propone: “Hacer del conocimiento y la innovación una palanca fundamental para el crecimiento económico sustentable de México, que favorezca el desarrollo humano, posibilite una mayor justicia social, consolide la democracia y la paz, y fortalezca la soberanía nacional.”

Sin querer o a propósito se trata de una fórmula anfibológica, es decir que admite más de una interpretación: ¿de qué depende la consecución de los propósitos sociales y políticos indicados, del conocimiento y la innovación, del crecimiento económico sostenible, o de la implicación del segundo por el primero? De cualquier manera, colocar como primer término de la ecuación científica al “desarrollo económico sostenible”, deja entrever por dónde va la cosa: el conocimiento, y la innovación, son importantes porque su cultivo promete beneficios económicos primarios, y beneficios sociales y políticos concomitantes.

Esta perspectiva también está presente en varias de las líneas de política científica y tecnológica que se sugieren en el documento. La más clara: “Un objetivo fundamental es consolidar la vinculación de la ciencia y la educación superior con el desarrollo tecnológico y la innovación en las empresas, por medio de una amplia labor de traslación del conocimiento, que incremente la competitividad del sector productivo” (pág. 8-9). Nada menos que el modelo de triple hélice formulado, desde los años sesenta, por Etzkowitz y Leydesdorff, cuya definición simplificada consiste en generar estructura e incentivos para articular iniciativas de los sectores académico, gubernamental y empresarial en torno a programas y proyectos de desarrollo científico, adaptación tecnológica y experimentación de innovaciones en productos y procesos.

¿Tiene algo de malo el paradigma de la triple hélice? Básicamente que es un modelo inestable en el tiemplo. Supone estabilidades en los sistemas económico, político y académico, equilibrio que no siempre se alcanza, que no perdurara indefinidamente, al estar sujeto a los ciclos de la economía, a los vaivenes del régimen democrático y las variables condiciones de productividad académica de las instituciones productoras de conocimiento.

Como herramienta de política pública, la “triple hélice” alcanzó una gran aceptación, casi dogmática, en el optimista contexto histórico de entre siglos. Es decir, en una fase de crecimiento económico sostenido. Hacia el año 2000 la flamante Unión Europea buscó explícitamente adoptar las bases del paradigma mediante la concertación de un estilo de política económica e industrial sustentado en el desarrollo del conocimiento científico. En marzo del último año del siglo XX, el 2000, el Consejo de Europa suscribió un consenso para el desarrollo económico regional centrado en tres objetivos:

Preparar la transición hacia una sociedad y una economía fundadas sobre el conocimiento por medio de políticas que cubran mejor las necesidades de la sociedad de la información y de la investigación y desarrollo, así como acelerar las reformas estructurales para reforzar la competitividad y la innovación y por la conclusión del mercado interior;

Modernizar el modelo social europeo invirtiendo en recursos humanos y luchando contra la exclusión social;

Mantener sana la evolución de la economía y las perspectivas favorables de crecimiento progresivo de las políticas macroeconómicas.

A este esquema, popularizado como la “agenda de Lisboa”, se fueron añadiendo algunos otros temas o propósitos tales como: mejorar la inversión en redes y en conocimiento; reforzar la competitividad de la industria y de los servicios; y promover la prolongación de la vida activa. Además se apoyó la creación de espacios regionales para lograr las sinergias propuestas en el modelo conceptual. Fue el caso del Espacio Europeo de la Educación Superior y sobre todo del Espacio Europeo de Investigación.

La sacudida de la crisis de 2008, que en Europa no da muestras de retroceder sino al contrario, ha llevado a replantear la estrategia de desarrollo. Como se indica en una de las conclusiones de diagnóstico y propuesta “La UE no necesita una estrategia de competitividad, sino una estrategia de prosperidad sostenible.” Hoy la prioridad la ocupa la recuperación del empleo y el combate a la crisis, y se propone replantear, en ese marco, los alcances de una política científica y tecnológica regional que derive, principalmente, en mayores niveles de empleo y en mejores condiciones para el desarrollo humano.

Ante la crisis de la triple hélice importa seguir discutiendo ¿qué planteamiento de política científica es el adecuado para las condiciones y retos de México en el futuro inmediato?


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