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Sallie Mae y el engaño de los créditos estudiantiles en México
Marion Lloyd
Campus Milenio Núm. 480 [2012-09-28]
 

A nueve meses del lanzamiento del mal llamado Programa Nacional del Financiamiento a la Educación Superior, los críticos pueden descansar tranquilos. El programa, que se limita a prestar dinero para colegiaturas en 25 universidades privadas del país, ha fracasado en realizar sus propias metas. De los 23,000 créditos anunciados por el presidente Calderón en enero, se ha colocado menos de 2,000, según funcionarios del Nacional Financiera (Nafinsa), el banco federal que administra y garantiza los créditos. Aun tomando en cuenta que el banco se propuso colocar sólo 7,000 créditos en este año, los resultados han sido pobres, para no decir desastrosos. Eso implica que la gran mayoría de los 250 millones de pesos autorizados por la Secretaría de Hacienda para el fondo de garantía de Nafin están congelados, sin que se pudieran destinar a otros programas federales.

Con todo, la falta de respuesta de los estudiantes es una buena noticia. Lejos de representar una solución a los problemas de acceso a la educación superior en el país, el programa —el primero de su tipo en México a nivel nacional— expone a los estudiantes a contraer deudas astronómicas, con fuertes costos económicos y sociales. Lo anterior se ve claramente en las crecientes protestas en contra de la deuda estudiantil en Estados Unidos, Inglaterra y Chile – todos países citados por Calderón como modelos a seguir – en donde la magnitud de la deuda se ha vuelto una verdadera bomba de tiempo.

En México, increíblemente, entre los modelos seguidos por Nafin en el diseño del programa está la prestadora estadounidense Sallie Mae. La empresa, que fue creada por el gobierno federal en 1970 como la Student Loan Marketing Association para facilitar los préstamos federales, se privatizó en 1997 y hoy maneja más de US180 mil millones en préstamos estudiantiles privados. Para muchos, Sallie Mae, como las gigantes hipotecarias Fannie Mae and Freddie Mac, es sinónimo de la avarícia corporativa que empujó a Estados Unidos – y el mundo – a la crisis financiera de 2008-2009. Actualmente, Sallie Mae enfrenta una demanda civil colectiva (class action) por haber impulsado a miles de estudiantes a contratar préstamos muy por encima de sus posibilidades de pago en los años anteriores a la crisis económica. Según la demanda, la empresa después tomó acciones para disfrazar la alta tasa de morosidad de sus prestatarios para poder vender la compañía por miles de millones de dólares – transacción que últimamente fracasó.

Otro modelo poco acertado es el de Chile, en donde la explosión en la deuda estudiantil ha desatado las protestas más álgidas desde la dictadura militar. En ambos casos, los gobiernos han buscado quitar a los bancos como intermediarios, en un intento por reducir los costos finales para los estudiantes. En EEUU, el cambio se realizó en 2009, mientras en Chile, la propuesta está siendo debatida actualmente en el Congreso.

En México, lejos de quitar a los bancos del negocio de los préstamos estudiantiles, el gobierno los ha colocado en un lugar privilegiado, limitando su riesgo a un 20 por ciento del total del préstamo otorgado. En caso de default, el otro 80 por ciento se cubre a través Nafin, con fondos de Hacienda y una aportación de 12por ciento por parte de las universidades suscritas.

Pero quizás lo más preocupante del programa es su intento aparente de engañar. A pesar de que Calderón anunció que la tasa de interés de 9.9 por ciento era “accesible”, en realidad es de las más altas en el mundo para programas de préstamos estudiantiles gubernamentales, según un estudio de docenas de países realizado en 2009 por la International Comparative Higher Education Finance and Accessibility Project, de la Universidad Estatal de Nueva York, en Búfalo (http://gse.buffalo.edu/org/inthigheredfinance/files/Student_Loan_Matrix.pdf).

Y peor aún, la tasa no refleja el costo real —un dato que no aparece en ninguna parte de la propaganda oficial del programa. En realidad, a la tasa de 9.9 por ciento hay que agregarle otros puntos porcentuales para llegar al costo anual total (CAT). En el caso del banco Santander, por ejemplo, el estudiante paga 11.2por ciento anual, mientras que en FINEM, una sociedad anónima de objeto limitado (sofol), el CAT es de 16.7por ciento, según información de ambas instituciones en Internet . Lo cual implica que en el mejor de los casos, el estudiante termina pagando más del doble del monto recibido —el máximo otorgado es de 215 mil pesos para carreras de licenciatura y 280 mil pesos para posgrado— y en caso de recurrir al default, el costo puede ascender al triple.

Tampoco hay transparencia en cuanto a las plazas de pago. Cuando Calderón anunció que los estudiantes tendrían “hasta 15.5 años” para saldar la deuda, le faltó aclarar que en la mayoría de los casos el periodo acordado es bastante más corto, según la duración de la carrera. Y faltó decir que el programa no aplica para todas las carreras; algunas, como filosofía o arte, están descartadas por su poca rentabilidad a futuro, y en el caso de medicina, en donde el periodo de estudio es especialmente prolongado, hay restricciones en los plazos. En resumen, lo que procura el programa es que se inscriben más administradores de negocios y más ingenieros – carreras que ya presentan fuertes problemas de saturación. Impera la lógica del mercado, nada más.

Este panorama está lejos de la “democratización” de la educación superior prometido por Calderón cuando lanzó el programa con bomba y platillo en enero. Afirmó: “Estoy seguro que va a cambiar la vida de miles y miles de jóvenes en todo el país”. Quizás, ¿pero de qué forma?

El programa también ofrece expectativas falsas a los potenciales acreditados. Como parte de su publicidad al programa, Nafin afirma que los recién egresados pueden esperar ganarse un sueldo promedio mensual de 13,000 pesos. Esta cifra, que fue proporcionada a Nafin por las universidades participantes, no coincide con las cifras oficiales sobre el mercado laboral en el país. Según la página del Observatorio Laboral de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social, el ingreso promedio de todos los profesionistas del país es de $10,014, y eso incluye a los que llevan décadas laborando y cuyos sueldos se presume son mucho más altos que los de los recién egresados. Quizás los egresados de una universidad como el Tec de Monterrey – la de mayor prestigio entre las instituciones afiliadas al programa – podría aspirar a un sueldo de $13,000. Pero no así un egresado de la Unitec, una institución que, según sus propios directores, aspira a formar cuadros técnicos más que futuros empresarios.

Oficiales de Nafin defienden el programa, argumentando que en México no existen condiciones para otorgar préstamos con tasas de interés más bajas, dado que la mayoría de la educación superior en el país se otorga de forma casi gratuita. “Cada país tiene sus particularidades”, dice Alejandro Trejo, gerente de proyectos sectoriales de Nafin y el encargado del programa de préstamos estudiantiles. “En México, el gobierno envía recursos directamente a las universidades públicas. En Estados Unidos, no hay asignaturas tan fuertes”.

El modelo de Nafin recoge elementos de los programas en Estados Unidos, Chile y Colombia, “pero tropicalizado para México”. Al diseñar el programa, dice Trejo, su equipo ha buscado aprender de las experiencias anteriores en el país, sobre todo de la Sociedad del Fomento a la Educación Superior (SOFES), una sociedad anónima que otorgó miles de préstamos para estudiantes de universidades privadas entre fines de los años noventa y 2010. Sin embargo, el programa, que operó inicialmente con un préstamo del Banco Mundial y no incorporó a bancos comerciales, terminó con una cartera vencida de más de 40por ciento, según un estudio de Roberto Rodríguez Gómez, investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Trejo dice que al incorporar los bancos, Nafin está garantizando la sostenibilidad económica del programa. También argumenta que el modelo es preferible a las alternativas de financiamiento para la educación superior privada – es decir, préstamos comerciales con tasas de interés que ascienden al 24por ciento anual, o a través de las tarjetas de crédito. A diferencia de estos modelos, el programa de Nafin no requiere hipoteca u otra forma de garantía económica para otorgar el préstamo, ni impone penalizaciones a los estudiantes que quieren saldar su deuda antes de tiempo. “Hemos sido muy criticados por el modelo” —dice Trejo— “sin embargo el crédito educativo de Nafin representa una opción para aquellos estudiantes que no cuentan con los recursos necesarios para concluir sus estudios”.

Dice que el programa nace como respuesta a la bien conocida falta de acceso a la educación superior en México, en donde la tasa bruta de cobertura de 31por ciento está muy por debajo del medio regional, de 37por ciento. Trejo cita cifras del INEGI que indican que 49por ciento de la población mexicana tiene menos de 24 años, sin embargo, sólo 67por ciento de ellos encuentran lugares en las universidades públicas. En el caso de las tres universidades federales más solicitadas – la UNAM, el IPN y la UAM – sólo 10por ciento de los 300,000 solicitantes del último ciclo escolar encontraron lugar, dando pie al movimiento de los “rechazados”, o mejor dicho, “no aceptados” de la educación superior pública. Tal situación, insiste, “se puede convertir en un programa social muy fuerte”.

No obstante, Trejo coincide con que la poca respuesta de los estudiantes al programa de Nafin ha sido decepcionante. Lo atribuye a una combinación de factores: el miedo a los préstamos bancarios en México, después de la devaluación de 1994-1995; y la poca promoción del programa por parte de los bancos participantes, muchos de los cuales no anuncian el programa en su página web.

Nafin ha buscado diseminar el programa a través de anuncios en televisión, radio y Internet. También, está planeando hacer publicidad en las prepas alimentadoras a las universidades privadas, como son las prepas del Tec de Monterrey y del Unitec. “Hay una necesidad muy fuerte en el mercado, pero necesitamos buscar oportunidades”—dice— “No hemos podido traducir esta necesidad en estudiantes apoyados con el financiamiento”.

Pero ¿realmente tiene sentido seguir con un programa que no le parece interesar a nadie?: Ni a los estudiantes, ni a las universidades participantes, y mucho menos a los bancos, quienes aparentemente saldrían los más beneficiados. Seguir así sería perpetuar una farsa, cuyas razones de inicio aún no quedan claras. ¿Fue una propuesta electorera de Calderón? ¿Una concesión a la OCDE y las otras organizaciones multilaterales, que llevan una década abogando porque México diversifique el portafolio de sus bancos? O si no, ¿cómo explicar que el gobierno lanzara un programa condenado al fracaso?


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