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Déjà vu
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 69 [2004-02-19]
 

Esa desconcertante sensación de “ya visto” cuando una situación presente se percibe como repetición de experiencias vividas que, de algún modo, anticipan su desenlace: déjà vu. Ocurre así con varios debates sobre la universidad, vuelven y se reiteran. Por ejemplo, la clásica polémica sobre libertad académica y rendición de cuentas. La libertad académica, entendida como libertad de cátedra e investigación y consustancial al principio de autonomía ¿hasta qué punto es compatible con las reglas institucionales de supervisión continua sobre la cantidad y calidad de los procesos y productos que desarrollan los profesores e investigadores? Más aún ¿en qué medida se comprometen tales principios en presencia de reglas extra-institucionales que definen los “perfiles deseables” del personal, las formas de evaluación de su desempeño, y los premios o sanciones para asegurar su cumplimiento?

Aparentemente, estos dilemas encuentran solución dentro de la dimensión política: si las instituciones autónomas están de acuerdo, por convencimiento o por mero pragmatismo, en las políticas del Estado hacia las universidades, entonces se sostiene el supuesto de libre determinación. Por igual, si los académicos están de acuerdo en las regulaciones que les son presentadas, no habría porqué argumentar trasgresión de las libertades académicas. Pero la cosa no es tan sencilla.

Primero porque la universidad contemporánea no ha terminado de resolver una antinomia histórica de fondo, la que se originó al incluir en ella dos modelos de cultivo intelectual distintos: las escuelas profesionales y los claustros de alta cultura. Esta fusión se inició en el siglo XIX y se desarrolló con plenitud a lo largo de la pasada centuria, e implicó para la institución el gran reto de albergar, en una misma estructura, a comunidades con vocaciones, orientaciones e intereses no contrapuestos, simplemente distintos.

La transición del antiguo college a la universidad polifuncional implicó una gradual aunque quizás definitiva pérdida de poder del claustro académico sobre las decisiones fundamentales de la vida universitaria. Algunos lo advirtieron temprano. Oigamos al viejo profesor Weber, “el nuevo espíritu se encuentra muy distante del peculiar ambiente de nuestras universidades. Tanto en lo interno como en lo externo se abre un profundo abismo entre el jefe de una empresa universitaria (...) y el clásico profesor regular al estilo antiguo. Tanto en el orden interior como en el exterior la primitiva constitución de la universidad se ha tornado ficticia” (El oficio y la vocación del científico, conferencia en Viena, 1918).

La multiversity, para usar el término acuñado por Clark Kerr en los sesenta, traería consigo un problema básico de coordinación, lo que explica la gestación y ascenso de una burocracia académica con funciones de regulación, supervisión y mando intermedio. La regulación del escalafón, por ejemplo, pasó de la tradicional demostración de méritos académicos -examen de oposición y certificación de grados- a un complejo y burocrático mecanismo de corroboración de competencias paso por paso. El modelo permitiría controlar, y hasta cierto punto uniformar, la cantidad, naturaleza y ritmo de la producción académica, aunque también causaría cierto malestar. Logan Wilson decía hace sesenta años: “la lenta maduración de los proyectos de largo alcance se vuelve casi imposible cuando las presiones de la situación exigen un resultado rápido” (The Academic Man, 1942). Y era sólo el comienzo.

Una reacción del cuerpo académico ante la evidente disminución del poder del claustro fue involucrarse en las actividades de gestión. Ello produjo una interesante paradoja, que Lewis Coser describe en estos términos: “el mismo esfuerzo de los académicos para impedir que la academia se vuelva demasiado altamente burocratizada, los conduce a comprometerse en actividades que necesariamente los distraen de las tareas docentes que se supone que la academia fomente y proteja (Hombres de ideas, 1965).

Nuevas presiones a la libertad académica y la autonomía provendrían de las exigencias del denominado Estado evaluador, y de los vínculos entre universidades, empresas y sector público ensayados para llevar a las universidades más recursos y nuevas posibilidades de expansión. De manera que el debate entre responsabilidad social y autonomía académica siempre regresa.

En el fondo está el tema que Kant abriera hace más de doscientos años en El conflicto de las facultades (1781): la universidad como límite al poder. De ahí su idea de situar la facultad “inferior” (Filosofía) en el centro de la actividad universitaria, desplazar la preeminencia de las facultades “superiores” (Medicina, Derecho y Teología) y abrir paso al pensamiento crítico por encima de exigencias de respuesta práctica. Proyecto cumplido en parte, en parte inconcluso.

¿Qué se necesita para restituir a la universidad su condición “sin condición” (Derrida)? A eso vamos la semana que viene.


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