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Universidad y particularismo
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 33 [2003-05-22]
 

Parecen términos contradictorios, porque “universidad” evoca lo universal, la integración de lo diverso, la posibilidad de los saberes múltiples. No paso por alto que universitas designaba, en su origen, corporaciones aprobadas por la autoridad pública. La universidad medieval es una sociedad de académicos (alumnos y maestros) que surge de la confluencia histórica entre la enseñanza profesional y el movimiento gremial. La organización corporativa permitió a la universidad delimitar un espacio propio [véase: L. Luna, La universidad como corporación, antecedentes medievales, México, UNAM-CESU, 1987]. La universidad moderna, en cambio, asumió perspectivas de universalidad en el momento que de su intersección con otro proyecto universalista: el capitalismo.

Claudio Bonvecchio, en su cuidada antología El mito de la universidad [México, Siglo XXI, 1991], ubica ese tránsito en la encrucijada europea del siglo XVIII al XIX y resume: “la universidad será acreditada como la sede de una racionalidad que quiere y debe coincidir con la racionalidad general del Estado y con la formación racional de la personalidad. Razón, individuo y Estado se muestran como una unidad inescindible en el nuevo mundo burgués” (págs. 30-31). Hasta entonces, los elementos clave de la combinación estaban separados. En general, la ciencia se desarrollaba fuera del claustro universitario y su relación con el proceso industrial era, si acaso, incipiente. Otro tanto se puede afirmar de la relación universidad-Estado. Los Estados laicos europeos de fines del XVIII eran políticamente opuestos a la institución universitaria, y ésta no hacía parte del proyecto nacional emergente. Ese estado de cosas pronto cambiaría.

Las ideas que dieron pie a la reforma que abrió el umbral de la modernidad a la ancestral institución, se deben, en buena medida, al romanticismo. Ya hemos hablado del tema en estas páginas y no es necesario abundar. Pero sí subrayar la aparente paradoja de haber sido Alemania, a la sazón económicamente atrasada y políticamente fragmentada, la cuna de la universidad moderna. No es tan raro, si entendemos que el modelo de universidad con funciones integradas de investigación y docencia, con compromisos sociales explícitos ante la sociedad y con el Estado, con vínculos estables con la industria, en fin la universidad de la modernidad era, sobre todo, un proyecto. Un proyecto y un programa político, impulsado por intelectuales de la talla de Kant, Fichte y Hegel y desde luego por el rector von Humbold. El éxito del modelo, además de apuntalar el desarrollo de la nación germana, inspiraría la instalación de la universidad como institución funcional a los proyectos del capitalismo y el liberalismo. No sólo eso; fungiría además como un ámbito de consagración del prestigio social, caro elemento para una ascendente burguesía, que reclamaba y requería símbolos de distinción sustitutos de la nobleza de cuna.

El nuevo paradigma no sólo infundiría aires de renovación a los sistemas universitarios del mundo desarrollado, sino que acercaría un ideal a otras realidades. En ese sentido reflexionan, por ejemplo, Ortega y Gasset, y Labriola, cada cual en su contexto. En el nuestro, personajes tan disímbolos como Vasoncelos, Gaos o Gómez Morín.

La renovada institución, no obstante, heredaba viejas contradicciones y enfilaba nuevas tensiones. Sobre todo con el poder político. El espíritu universalista del modelo reclamaba autonomía y libertad académica, al mismo tiempo que protección del Estado y legitimidad social. La resolución de tales tensiones escribe la historia de la universidad en el siglo XX; incluso de la universidad latinoamericana, que se “modernizó” a partir del movimiento autonómico de los años veinte y treinta y que encontró distintas fórmulas de relación con el poder político, no siempre tersas, a menudo conflictivas.

La universidad autónoma, pero atenta a “los grandes problemas nacionales”, refleja un movimiento intelectual y social en que van de la mano el proyecto nacional y la identidad de la institución: la universalidad del saber al servicio de las particularidades del contexto. Ese fue, y sigue siendo, el reto principal de la universidad contemporánea ¿Cómo articular los procesos y prácticas de formación y de generación de conocimientos con las prioridades del desarrollo de la nación, de las regiones y aún de las ciudades y localidades? ¿De qué manera resolver la ecuación entre libertad académica y pertinencia social?

Tales preguntas han tenido respuesta concreta en distintos momentos: una es la relación de confianza implícita en el reconocimiento gubernamental de la autonomía universitaria; otra, guarda relación con la “tercera función” de las universidades, es decir la extensión de servicios y la difusión cultural; otra más está contenida en el concepto de vinculación, que alude a la posibilidad de contratos entre universidades, empresas y otras organizaciones sociales. Pero el tema sigue abierto y se renueva. José Luis Coraggio, ex rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina, en su ensayo Universidad y desarrollo local [Quito, 2002], pregunta ¿qué universidad para qué desarrollo local?, y argumenta sobre una relación posible en la que, para responder a los intereses locales, la universidad no puede ser, ella misma, local. Concluye que la institución “debe fortalecer su participación en el sistema mundial de centros de conocimiento, reglas y valores a partir de sus propias experiencias, reflexiones e investigaciones, pero la sociedad local es su campo de prácticas primordial.” O, en otras palabras, desarrollar una visión simultáneamente universalista y particularista, lo que confluye con la sociedad glocal [R. Robertson, “Glocalization: time-space and homogeneity-heterogeneity”, en M. Featherstone, L. Scott y R. Robertson (eds.), Global modernities, Londres: Sage, 1996, págs. 25-44.], síntesis de perspectivas globales e intereses locales.


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