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2003 y las universidades
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 17 [2003-01-23]
 

Este año será decisivo para el gobierno del presidente Vicente Fox. En primer lugar porque la renovación de la Cámara de Diputados perfilará nuevas condiciones de gobernabilidad al reforzar o acotar las capacidades políticas del Ejecutivo; en segundo, porque, al promediar el período presidencial, el Plan Nacional de Desarrollo habrán mostrado sus posibilidades y límites reales, de manera que tanto la opinión pública, como las fuerzas políticas del país, tendrán elementos para juzgar el sentido y los alcances del cambio anunciado en la transición presidencial.

A las dificultades de concretar las propuestas de transformación económica, política y social del gobierno de Vicente Fox se añade la complejidad del escenario global. No se ven signos de recuperación del crecimiento de los países desarrollados y, en cambio, la beligerancia del gobierno de EUA se acerca a la posibilidad de un conflicto armado. En este escenario, y con el telón de fondo de una crisis fiscal no resuelta, el margen de maniobra para que el régimen consiga alcanzar sus propios objetivos, que implican un amplio acceso a recursos, es más bien estrecho.

No es que todas las opciones para impulsar la transformación del país sean económicas; pero sí es un hecho que las esferas económica y política se superponen. Las formas negativas de tal interrelación son muy claras: la crisis económica deviene crisis política y viceversa, como lo muestran los casos de Argentina y Venezuela, respectivamente. Los pronósticos para el año 2003 no pueden ser optimistas. La tensión del malestar ante un futuro poco promisorio se percibe aún en el círculo más cercano al poder, y los primeros cambios en el equipo de gobierno admiten esa lectura.

El desempeño gubernamental en la educación superior, que compete en su mayor alcance a SESIC y Conacyt, ha conseguido encaminarse en la dirección trazada por su proyecto sexenal. Entre otros aspectos destaca la reforma normativa del sector de investigación científica y tecnológica, la creación de nuevas unidades de educación superior, la renovación de los programas de distribución de fondos extraordinarios y los intentos de racionalizar de mejor manera la gestión de estos subsistemas.

En materia de recursos, los resultados a la vista son mixtos. Es indiscutible que el gasto en educación superior ha conseguido mantener su nivel, lo que no puede decirse de otros sectores cruciales de las políticas públicas. Pero, por otra parte, estos recursos son aún insuficientes para impulsar la transformación cualitativa que se requiere. Con pocas excepciones, en las universidades públicas es general la queja por los recursos que llegan y por los salarios que se pagan a los académicos.

Así, por ejemplo, el año pasado se pactaron aumentos al salario académico de 4.5 por ciento en promedio, con la expectativa de que la inflación de 2002 sería en todo caso inferior a 3 por ciento. En realidad, la tasa inflacionaria del año pasado superó los cinco puntos, lo que implica una disminución real del poder adquisitivo de los académicos. Las inminentes negociaciones con los gremios académicos para fijar el aumento de este año no serán nada fáciles. Si a ello se agrega que en varias de las universidades se están buscando esquemas de renegociación de las pensiones, la mayoría de los cuales implican descuentos al salario, es evidente que el tema de la negociación gremial es uno de los más peliagudos en la coyuntura.

Un segundo tema relevante es el de la necesidad de renovar el marco normativo que compete a la educación superior. Desde el propio gobierno se han diagnosticado las insuficiencias del cuerpo reglamentario vigente e incluso hay algunas iniciativas legislativas al respecto. Un punto crucial en este posible debate corresponde a la definición y alcance de la autonomía universitaria: para un sector muy amplio de la comunidad universitaria y aún para algunos rectores, la operación de las políticas de educación superior limita en varios aspectos el régimen autonómico. Sin un marco normativo explícito es imposible dirimir tal controversia. La cuestión de fondo es si las autoridades gubernamentales y las académicas estarían dispuestas a situar en el Poder Legislativo la definición de nuevas normas para el funcionamiento de las universidades públicas.

En tercer lugar está la aún no lograda coordinación del sistema de educación superior como tal. En el Programa Nacional de Educación del sexenio se insiste en la necesidad de integrar ámbitos de alcance estatal y regional para combinar los propósitos de los planes estatales de desarrollo y los programas institucionales. En este terreno falta mucho para cumplir el objetivo y se esperaría que pronto se desplieguen intentos más serios en esa dirección.

Por último, es el tema de la reforma académica de las universidades. Algunas de éstas han emprendido procesos de transformación curricular y otras, entre ellas la UNAM, colocan el tema en la lista de pendientes. Falta ver si los buenos propósitos se traducen en una educación superior de buena calidad. Postergar tal propósito, o no asumir del todo el imperativo del cambio académico como prioridad, sería sacrificar el futuro de las universidades en aras de una precaria estabilidad de las instituciones.


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