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¿Academizar a la UNAM?
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm 389 [2010-10-14]
 

Debo aclarar que mi intención al escribir un texto periodístico con este título es reflexionar públicamente en el sentido de esta expresión que comúnmente se pronuncia tratando de sugerir que en la UNAM no hay suficiente academia, o que la institución y/o sus miembros se encuentran politizados. Abordo este polémico tema porque, desde mi entender, resulta absurdo afirmar que la academia no puede academizarse, como ha sido dicho, si es que ya lo está.

Para mí, el significado que debe dársele a tal expresión se relaciona, justamente, con que los(as) académicos(as) de la UNAM tomemos la palabra; implica darle a nuestra identidad (lo académico) un uso verbal y movilizarla como categoría léxica que indica acción y, por lo tanto, el reconocimiento de que los académicos somos sujetos responsables de cumplir cabalmente con nuestras funciones y llevar a cabo la acción de academizar la institución, aunque por tomar y cumplir tal responsabilidad se nos acuse de estar metidos en política.

Mi identidad académica, desplegada en este texto, me exige explicitar la postura teórica de la que parto y en la cual inscribo la presente reflexión. Parto de la propuesta filosófica de Hannah Arendt y, por ello, interpreto que por su relación con la acción y la existencia de un sujeto, la palabra academizar, y las controversias que ella provoca, están inexorablemente ligadas con la política. Así que intentar la presentación del proceso de academización como opuesto a la política, y a la academia misma, no tiene sentido, aunque por supuesto sí una intención comunicativa que pretende exhibir a la política como la fuente de todos los males para la universidad y para su vida académica.

Por la historia de la propia institución sabemos que la pretensión de destituir el componente político de la academia se relaciona con el objetivo de aniquilar la posibilidad de que ésta se vuelva acción, lo que para la UNAM implica el exterminio. Porque en la academización (es decir, en la academia conjugada, es decir, como política) radica la posibilidad de que, entre otras cosas, la academia cristalice en formas de organización, gobierno e identidad desde las cuales los universitarios construimos y mostramos nuestro ser relacional (“nosotros-UNAM”) comprometido con la educación, la producción de conocimiento, la institución y la sociedad. ¿Academizar la UNAM? ¡Claro! Pero no porque actualmente la institución no se encuentre academizada, sino porque debe seguir estando así. De ahí que las propuestas de gestión de la universidad ligadas a la academización y también las críticas que a ellas se hacen deban poner el acento en los factores que la merman.

Al respecto se ha dicho que la imposición de los criterios de la productividad académica, entendida de acuerdo con un sinnúmero de indicadores relacionados con la asignación de puntos por trabajo académico, merman la academización de la universidad. Yo comparto esta visión porque el sujeto académico, y no sólo aquél que es miembro de la UNAM, se encuentra abrumado por la necesidad de acumular puntos y le queda poco tiempo y energía para ejercer la reflexión y la crítica, que constituyen los componentes básicos de la academia conjugada como política. También los académicos han perdido el interés de participar en los órganos colegiados y hasta el de ejercer cargos directivos pues, muchas veces, les resulta mejor y más redituable la “autogestión del yo” y de sus propios proyectos. No conviene promover cambios y debe evitarse tener controversias, para no arriesgar los resultados de la evaluación que redundan en la recepción o pérdida de apoyos y estímulos que entregan la propia institución y algunos organismos externos.

Con tales premisas y comportamientos, hay que admitir que la academia, y no sólo la que se aloja en la UNAM sino en general la de todas las instituciones de investigación y educación superior del país, está dejando ser conjugada como acción. Se está convirtiendo en una ocupación agotadora, pero predefinida por modelos ideales de conducta que promueven la individualización, la repetición y lo predeterminado. Así que, aunque sea cierto que la evaluación del trabajo académico llegó para quedarse, hay que apuntarlo: hablar de academizar la UNAM exige respetar el componente grupal y político del trabajo académico y, por lo tanto, diseñar y poner en operación medios alternativos para evaluarlo. Se requiere reconocer el valor del debate, la audacia, la toma de riesgos, la equivocación, lo distinto y lo emergente, así como el compromiso que tenemos los académicos con la institución, la sociedad y el país.

Me pregunto: ¿por qué hay a quiénes molesta que la UNAM se afane por ocupar un lugar prominente entre las instituciones de educación superior y de investigación mexicanas? ¿Podría ser de otra manera cuando la institución forma parte del patrimonio tangible y, a la vez, simbólico de los mexicanos? No es que la UNAM, con su búsqueda de reconocimiento, desconozca a otras universidades o quiera competir con ellas. Esforzarse por tener prestigio y visibilidad no es arrogancia, como se ha interpretado, sino parte del deber que tiene de mantenerse y mostrarse academizada. Por cierto, este deber, entre otras cosas, emana de la necesidad de que sus detractores no la acusen de lo contrario y de que su dignidad, la de su comunidad y la de los mexicanos, sea lacerada. Querámoslo o no, la UNAM representa un calibrador de la forma como los mexicanos nos presentamos ante nosotros mismos y ante el mundo. Así ha sido desde hace ya 100 años.


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