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Los jóvenes y la UNAM
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm 386 [2010-09-23]
 

Los jóvenes, no necesariamente en su versión estudiantil, han sido, de distintas maneras, los protagonistas más importantes de la historia de la UNAM. Al actor político juvenil debe esta institución parte de su ser y, en buena medida, de él depende su devenir.

En México, la metonimia que existe entre juventud y estudiantes universitarios comenzó a operar, prácticamente, en el momento en que la UNAM fue fundada. Recuérdese que la juventud, como categoría social, apareció con las sociedades modernas y el capitalismo. En el país Porfirio Díaz fue quien abrió el paso a este tipo de sociedad y modo de producción cuyos territorios de génesis y desarrollo se fincaron en las ciudades, el capitalismo industrial y las clases medias. Los espacios educativos, y notablemente la universidad, constituyeron las principales “fábricas” de juventud y de ahí se estableció tal metonimia. No es casual que los ateneistas pusieran el vocablo “juventud” en el nombre del grupo con el que se identificaron. Al respecto, vale la pena copiar lo escrito en una carta, fechada 29 de octubre de 1913, que envió Pedro Henríquez Ureña a Alfonso Reyes: “llegué a México en el momento mismo en que se definía la juventud. Hasta entonces sólo había existido como grupo adscrito a la Revista Moderna”. Aquellos jóvenes, se acuerparon, para decirlo como lo escribió Rossana Reguillo, asumiendo que estaban “haciendo a la juventud que el país necesitaba”.

Así que el lugar por excelencia para “hacer juventud” fue la recién creada universidad. Partían los ateneistas de la convicción de que, por la vía de la docencia y la difusión universitarias, las nuevas generaciones podrían formarse y “no permitir que sean los políticos quienes les impongan sus ideas”. La disputa por la Universidad y por la producción de juventud devino, entonces, en disputa por las ideas que deberían orientar el desarrollo del país, y de ahí la importancia de que la institución fuera autónoma. Se identificaron a sí mismos como jóvenes a fin de relacionar su posición política con la oportunidad de ser agencia para la construcción de algo nuevo y, a la vez, crítico respecto a la “incompetencia de sus mayores contemporáneos”. Estaban influenciados por el pensamiento de José Ortega y Gasset quien otorgaba a la juventud un papel histórico preponderante en el cambio de la sociedad.

La juventud a la que representaban los ateneístas y la que querían construir tenía poco que ver con los jóvenes mexicanos de principios del siglo XX. Era imposible no ver que en esa época la elite que podía alimentar el ideal que ellos proclamaban era escasa y, en cambio, la mayoría de los jóvenes del país no tenían las condiciones para adquirir formación universitaria y ni siquiera para interesarse en ella. Así que la juventud vinculada con la fundación de la UNAM, prácticamente, dejó fuera a las mujeres, a los indígenas y a los hijos de campesinos y trabajadores. En el México de principios del siglo XX, los estudiantes de la UNAM, dignos integrantes de la juventud mexicana idealizada por lo ateneistas, quedaron representados con el estereotipo del hombre urbano y con recursos económicos. Una vez terminado el movimiento armado de la revolución mexicana, y ante el afán de la Universidad por ser autónoma, los gobiernos se empeñaron en relacionar este estereotipo con la oposición al Estado revolucionario. Trataron de presentar a la juventud que asistía a la UNAM como una clase social –que en cierta forma lo era- cuyos intereses se oponían a las aspiraciones de las clases populares.

Los sucesos acaecidos en torno a las dos guerras mundiales y la aparición de nuevas tecnologías y de un mercado de bienes para consumo juvenil afectaron la representación social de la juventud. Se le pensó en relación con una ruptura entre generaciones y aparecieron las imágenes de mujeres y de jóvenes urbanos de grupos populares. Se dio una ruptura respecto a la imagen de la juventud universitaria. A la juventud sin apellido se le dio connotaciones asociadas a la formación de pandillas y, en cambio, a los universitarios, aunque se les consideró críticos, se les representó apartados de la violencia y la rebeldía. Con todo, en México, ya se sentían las diferencias de percepción que había en torno a la figura del estudiante de la UNAM y la del de otras instituciones de educación superior, sobre todo en referencia a las de régimen de sostenimiento privado. A las universidades privadas asistían jóvenes con mayores recursos económicos, pero esto no significa que los estudiantes de la UNAM fueran jóvenes de clases populares, más bien la opción por la universidad se realizaba por razones de tipo ideológico.

Para cuando dio inicio la década de los sesenta, la representación social de los jóvenes estudiantes de la UNAM ya había empezado a vincularse con la identificación con “la izquierda” y con el reproche al autoritarismo estatal. No es que de pronto los estudiantes de la institución se hubieran dado cuenta de la pobreza y de la falta de democracia que había en el país, sino que por más que siguieran teniendo la convicción de que la asistencia a la UNAM les abriría las puertas hacia el progreso social, económico y cultural y de la participación política, ya tenían un sentimiento de exclusión respecto a “los beneficios del desarrollo”. Esto lo expresaron de manera abierta los “sesentayocheros” y valió para que a la juventud “unamita” se le construyera en relación con la subversión y el empeño de “hacer política”. No obstante, el movimiento del “68” produjo en los estudiantes de la UNAM una autoimagen de dignidad y una connotación simbólica vinculada con el poder moral y la heroicidad.

Sabemos que en México el autoritarismo del Estado es manifiesto en la capacidad estatal para evitar la integración de identidades y fragmentar las ya fraguadas. No es extraño entonces que después del 68 en la UNAM se haya mermado el factor de identidad de los jóvenes en torno a la ilusión de que en ellos estaba la posibilidad de cambiar las cosas y que podían atreverse a desafiar la omnipotencia del Estado. Los elementos principales que prácticamente desaparecieron a la juventud universitaria que se ve a sí misma con posibilidad de incidir en la transformación del país fueron, por un lado, el sentido de movimiento derrotado y, por otro, el cuestionamiento de la calidad académica y cultural de los estudiantes y de los egresados, en un contexto de crisis económica en el que la precariedad de los mercados laborales ya era evidente. El desempleo de jóvenes con educación superior se convirtió en cosa de la vida diaria y se escucharon voces influyentes que opinaban que en el país sobraba juventud educada y que, además, los jóvenes universitarios no servían a las necesidades del país.

La concepción de juventud universitaria como promesa de mejor futuro perdió sentido y en su lugar quedó la imagen de jóvenes con educación superior, o no, inútiles e innecesarios. Por su parte, lo/as jóvenes estudiantes y egresados de las universidades públicas, como la UNAM, se empezaron a sentir cada vez más ajenos a una sociedad que se les mostraba desintegrada intra e intergeneracionalmente y que promovía la capitalización personal insistiendo que los esfuerzos educativos realizados en instituciones públicas rendían pocos frutos. El discurso hegemónico trataba de conjugar la concepción de estudiante con el significado de consumidor, al mismo tiempo que la visión del agrupamiento juvenil ya se encontraba emparentada con la estructura y comportamientos de pandilla. Con la aplicación de esta fórmula, el vínculo simbólico entre la identidad estudiantil y la juvenil quedó disuelto. Al “buen” estudiante se le representó adherido a los comportamientos individualizantes y a los valores de la competencia promovidos por el neoliberalismo y, en cambio, la(s) juventud(es) fueron significadas como grupos de pares adheridos a comportamientos trasgresores y violentos; de esta manera la juventud, independientemente de su status educativo, pasó a ser “enemiga” de la sociedad y al estudiante se le trató de convertir en un individuo aislado. En estas estábamos cuando, en los umbrales del nuevo siglo, el rector de la UNAM confirmó que la institución estaba analizando propuestas para elaborar una iniciativa de incremento de cuotas. Esta acción trajo de vuelta a los jóvenes estudiantes de la UNAM a los escenarios públicos, y sobretodo a los mediáticos, apareciendo ahora como “una” juventud de origen urbano- popular que expresaba sus demandas recurriendo a la violencia.

El movimiento estudiantil del 99 y los embates que contra ella lanzaron el gobierno, los medios de comunicación y otros grupos hegemónicos tuvieron secuelas de las que poco a poco la UNAM se ha ido recuperando. Hoy, la juventud unamita se encuentra compuesta por una variedad de juventudes. Casi todas las expresiones juveniles que han aparecido en los espacios públicos del país están presentes en la “Máxima Casa de Estudios” y ser “puma” representa simbólicamente las aspiraciones de un sector importante de la juventud mexicana que se ve reflejada en los éxitos o los fracasos del conjunto deportivo. La UNAM ha logrado tener nuevamente una posición de prestigio en los ámbitos de la educación superior nacional e internacional y entre la juventud mexicana hay una percepción de que ser estudiante de la UNAM constituye un privilegio. Sin embargo, esta percepción está inscrita en el marco de la comprobación de que cada vez son más los rechazados de esta institución y de que el reconocimiento real y simbólico de los esfuerzos en materia educativa, hagan donde se hagan, va en declive. Esta es la atmósfera en la que viven los jóvenes mexicanos del México contemporáneo. La posibilidad de que se vuelva todavía más tóxica constituye una amenaza letal para el futuro del país y las nuevas generaciones.


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