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El problema del rechazo de aspirantes a ingresar a la educación superior
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm 380 [2010-08-12]
 

Para la juventud mexicana cursar la educación superior sigue siendo una meta; al menos eso dicen los resultados de la Encuesta Nacional de Juventud del año 2000. Más de 55 por ciento de los jóvenes encuestados, que dijeron no estar satisfechos con su nivel de estudios, respondió “licenciatura o más” a la pregunta “¿qué nivel te gustaría alcanzar?”. Pero lo probable es que pocos jóvenes vean cumplido su anhelo, pues, como sabemos, en la actualidad, en el país, de cada 100 jóvenes en edad de ingresar a la educación superior acceden menos de 30. Las razones de esto son muchas y a casi todas subyace la escasez de recursos económicos. Con todo, cada vez es más urgente incrementar las oportunidades para que los jóvenes mexicanos tengan estudios superiores.

En el artículo tercero de la Constitución Mexicana, el derecho a la educación superior está consignado como un derecho de segunda generación, es decir, que al Estado corresponde la obligación “de hacer”. Según dicta la ley, el Estado debe atender la educación de nivel superior y actuar como promotor de ella. Él es garante de que todas las personas dependientes de su jurisdicción desarrollen sus facultades al máximo, individual y colectivamente. Pero para nadie es un secreto que el Estado mexicano, ni de lejos, ha cumplido con los mandatos de la ley y que, aunque es cierto que algunos esfuerzos se han hecho, la llamada avalancha estudiantil y el fantasma de los recursos financieros insuficientes se han convertido en problemas (no sé si llamarles excusas) con los que los gobiernos no han sabido contender. Como el planteamiento se formula meramente en términos cuantitativos —incremento de la demanda estudiantil, recursos financieros limitados—, los cálculos siempre resultan preocupantes y abrumadores.

Visto así, el recurrente problema de que cada vez sean más los aspirantes y también los excluidos de la educación superior, conduce siempre a un callejón sin salida y a adoptar o pensar en soluciones erráticas y periféricas: a los rechazados que se movilizan se les termina por ubicar en alguna institución que lo permite, se hacen llamados a la iniciativa privada, se piensa en repartir vouchers educativos, se inauguran nuevas universidades y se promete que se construirán más. Lo cierto es que nada de esto resuelve, ni resolverá, el problema de fondo: un sistema de educación superior obsoleto, descoordinado entre sí y respecto del mercado de trabajo, y al margen de las necesidades nacionales y locales. La cuestión no debe plantearse, entonces, sólo en términos de cantidades, sino de las relaciones de la educación superior y el desarrollo del país.

Hoy no es posible no considerar que el anhelo educativo de la juventud mexicana sea resultado, sobre todo, del hecho de que la conformación de la condición juvenil está ocurriendo en contextos plagados de altos riesgos de exclusión, marginación y violencia. Y es que, todavía hoy, contar con estudios superiores abre oportunidades de inclusión, con todo y que no lo asegura. Entonces, reconociendo que en la base de las expectativas educativas de la juventud mexicana está el miedo a la exclusión, la solución no se encuentra, tan sólo, en incrementar la cobertura para facilitar el acceso de los jóvenes a las universidades. De hacerlo así, tal vez pronto se logre incrementar el número de graduados universitarios, pero el mercado laboral de un país como México, que hasta ahora se ha dedicado básicamente a la producción de bajo coste, no será capaz de absorberlos adecuadamente ofreciéndoles salarios y condiciones laborales decentes. En la mayoría de los casos, como ya sucede ahora, los jóvenes se verán forzados a aceptar trabajos mal remunerados e inestables, que no se corresponden con su calificación y en muchos casos sin contratos que les garanticen el acceso a los servicios sociales, así como a vivir de manera autónoma. Así, aun teniendo estudios superiores, los jóvenes se sentirán fracasados y engrosarán las filas de los ni-nis o de los sin-ners y, al fin y al cabo, seguirán siendo víctimas de la exclusión, la marginación y la injusticia.

Desde luego, esta situación no parece precisamente halagüeña y, por eso, hay que reflexionar en ella y evitar que suceda. La situación actual del país nos exige dejar a un lado intereses particulares y situar nuestras ideas y acciones en la configuración de un proyecto de país que ofrezca posibilidades de vida buena, digna y pacífica. Por lo pronto, urge que las autoridades educativas comprendan que sus acciones no pueden fincarse, tan sólo, en ampliar la cobertura del sistema educativo ni en promover que las instituciones y programas de educación, así como sus académicos y estudiantes, realicen sus funciones orientados por la necesidad de aceptación “en la república de los indicadores de la calidad educativa”. Tal orientación está impidiendo que desplieguen y ejerzan su capacidad de pensar y construir soluciones viables y sostenibles para los problemas que hoy afectan tan profundamente la vida y el futuro del país y de los mexicanos. Claro que uno de estos problemas es la falta de capacidad del sistema de educación superior y el consecuente rechazo que sufren jóvenes aspirantes a ingresar a este nivel de estudios. Pero no hay que olvidar: los problemas de México no derivan de los números, sino de haber confundido prioridades, perdido voluntad y extraviado valores. Consecuentemente, las soluciones que se han dado pasan por lo mismo. Hay que encontrar otras, porque la dinámica demográfica del país, conjugada con la escasez de recursos, exige, eso sí, una definición política integral comprometida con la juventud y su futuro, es decir, con la construcción de un país en el cual en todas las etapas de la vida se viva dignamente.


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Last modification: April 29 2020 11:44:32.  

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