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La escisión de lo público-privado en la educación del México independiente
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm 353 [2010-01-21]
 

En un texto que apareció en el número 351 del suplemento Campus me referí a las ideas educativas que acompañaron al movimiento de Independencia de México. Expresé la opinión de que fue entonces cuando en el país se legitimó la desigualdad social por la vía de la educación. Esta legitimidad derivó de las reformas educativas que se habían iniciado en la Nueva España, desde el siglo XVIII, como consecuencia de los ecos del movimiento ilustrado que, procedentes de Europa, habían llegado a América.

Así que para cuando México inició su vida independiente ya la Corona española había dejado sembradas las bases para que, en el país, la educación se convirtiera en instrumento legítimo de desigualdad entre los mexicanos. La Corona creó entidades educativas particulares y promovió instituciones que funcionaron bajo la tutela del gobierno, dejando fuera al clero. Aunque la diferenciación entre educación pública y privada se gestó entonces, la desigualdad, por la vía educativa no estaba fincada en ella, sino en el tipo y la cantidad de educación que se recibía. La principal fuente de desigualdad, vinculada con lo educativo, encontraba su base en la dicotomía “menos educado-más educado”, pero también en la referida a educación “tradicional-moderna”. La educación moderna era considerada de utilidad y, en cambio, a la tradicional se le significaba obsoleta. Y es que ya eran tiempos en los cuales el mundo anglosajón había mostrado que el poder estaba del lado del pragmatismo.

En alguna medida, la crisis que llevó a que la universidad desapareciera del escenario histórico del México del siglo XIX se explica por la representación social de obsolescencia que adquirió la educación ofrecida por el clero católico frente a la educación moderna. Estando la Universidad Real y Pontificia gobernada por los estudios teológicos y la filosofía escolástica era vista, y ciertamente así actuaba, como un pilar de la cultura tradicional. En cambio, los nuevos colegios que entonces se creaban, así como las academias, eran las depositarias y promotoras de la educación moderna y, por lo tanto, contaban con la ponderación de quienes querían modernizar al país. Por cierto, lo moderno y valioso de la educación se asociaba con la inclusión de la ciencia y la técnica modernas en los programas educativos; en cambio, lo tradicional e impertinente, con la resistencia a incluirlas.

Por supuesto que la idea moderna de que no había verdad revelada y que la educación debía ser laica obtuvo resistencia por parte de la Iglesia y de los grupos religiosos de la sociedad mexicana. Fue entonces cuando la escuela católica se tradujo en escuela privada, en oposición a la de gobierno, o pública, que enarbolaba la gratuidad, la obligatoriedad y la laicidad como principios de la educación nacional. A partir de entonces, la educación que ofrecen los particulares —la educación privada— empezó a significarse en México como adversa a la educación pública y adquirió la representación social de ser un espacio para combatirla y cuestionarla. Así fue que el horizonte de sentido de la educación pública en el país se definió como imposición de la voluntad del Estado y de sus gobiernos sobre la de los ciudadanos. De hecho, en el imaginario colectivo de los mexicanos quedó grabada la idea de que lo público de la educación se refiere a que es el Estado, y sólo él, el que define y sostiene programas, contenidos, organización y, de hecho, todo. Entonces, la educación pública se significó como aquella que no está abierta a la participación, la deliberación ni a la producción de las propuestas de los ciudadanos.

Y lo grave es que tal imagen, gestada en el contexto del enfrentamiento entre la Iglesia católica y los gobiernos liberales del siglo XIX, le cerró a México la posibilidad de tener un proyecto nacional de educación que fuera producto del fortalecimiento de redes y tejidos sociales participativos. Con ello se esfumó la oportunidad de que en la nueva nación pudieran convivir y conjugarse los intereses públicos y los privados en aras de un bien común. En cambio, la educación se convirtió en un campo de desacuerdo y querella entre grupos que se disputaban la nación. Y no hubiera habido nada de malo en esto si la disputa se hubiera dado con base en el diálogo, pero la realidad es que se cimentó en enfrentamientos y mutuos desconocimientos que resultaron en una relación Estado-sociedad en la que impera, por un lado, el autoritarismo, la imposición y el control y, por el otro, la desconfianza, el desconocimiento y la apatía.

Así que, si bien es cierto que, como dijo Anne Staples, “la educación fue la panacea del México independiente”, también lo es que en la historia de la educación mexicana se encuentra la evidencia de que, al margen de discursos y expresiones de exaltación nacionalista, México ha sido siempre un país dividido. Mal haríamos en no aclarar aquí que la división público-privado nunca ha sido entre dos, sino que invariablemente el divisor ha sido un número mayor. Es bien conocido, por ejemplo, que entre los liberales existían diferencias respecto del papel que, según ellos, correspondía al Estado en la educación nacional.

En los tiempos actuales, la división múltiple en torno de la educación que deben recibir los mexicanos está vigente y pocas son las discusiones públicas que se dan al respecto. El gobierno en turno ha hecho y hace todo lo posible para poner la educación al servicio de relaciones y valores mercantiles, pero muchos son quienes no están de acuerdo con esto. La historia nos permite reflexionar sobre los resultados que trae cerrarse al diálogo. ¿Por qué no hacer de 2010 un año para reconocer que la educación es un asunto público sobre el que los mexicanos debemos dialogar y llegar a acuerdos, más allá de los intereses de los gobiernos y de los particulares? Si hemos de ser pragmáticos: debemos aprovechar el bicentenario para definir, con la participación de los actores locales, regionales y nacionales involucrados, líneas de diálogo para consolidar, al fin, un proyecto público de educación que nos permita construir el México que queremos.


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