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Adolecencia (sin s)
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm 322 [2009-05-28]
 

Muchas veces he oído decir, incluso en círculos académicos, que los adolescentes, por su relación con la palabra que los nombra, son jóvenes que adolecen; es decir que les falta o carecen de algo. Se llega a explicar que la palabra adolescencia está emparentada con el verbo adolecer (sólo con c), que significa padecer una enfermedad habitual, lo que es equivalente a sufrir; pero si esto fuera así la palabra no se escribiría con sc, sino sólo con c. Para dar cuenta cabal del significado del término adolescencia (con sc) es necesario aludir a que se encuentra vinculado con el vocablo latino adolescens, que es el participio activo del verbo adolescere, que quiere decir crecer, desarrollarse, ser criado o alimentado. También hay que llamar la atención a que la raíz de la palabra adolescente es la misma que la de adulto; el participio pasado de adolescere es adultum, por lo que mientras que el adolescente es el “creciente”, el adulto es el “crecido”. Entonces, en la base de la relación etimológica entre adolescencia y adultez aparece con claridad la concepción de Rousseau referida a la idea de que la vida transcurre por etapas y que la adolescencia es la antesala del estado adulto, mismo que por años ha sido significado como la etapa de la vida en la que los individuos se insertan plenamente en la sociedad y representan y ejercen el poder político, económico y social. En este entendido, la adultez, para los adolescentes y jóvenes, representa una meta, un querer llegar a ser.

Pero, con todo y que hoy los adolescentes y jóvenes saben que avanzar en edad es algo que no puede evitarse y que tarde o temprano, si no mueren antes, los alcanzará el futuro que los hará adultos, en la actualidad la adultez está lejos de representar una meta, de ser algo deseado.

Quiero aclarar que yo no adscribo la postura de la “moratoria de la juventud” que concibe a los y las jóvenes postergando sus responsabilidades sociales convencionales como el trabajo, el matrimonio o la procreación a fin de seguir perteneciendo a la categoría social de “joven”. No creo, e incluso combato, las imágenes y representaciones que se crean de los y las jóvenes aferrados a un vivir que no implique coacciones y que les permita el disfrute de un mundo simbólicamente estructurado. Lo que quiero decir, cuando afirmo que para los adolescentes y jóvenes la adultez ya no representa una meta, es que para ellos ahora es evidente que ser adulto no significa tener poder, independencia, autonomía y ni siquiera solvencia. Porque lo que ha traído consigo la instalación del nuevo capitalismo en el mundo actual, lo que evidencia es que el ordenamiento social por “clases de edad” es relativo y contingente. De hecho, las relativamente más altas tasas de desempleo y los índices de marginación que actualmente hay entre los y las jóvenes se deben a que las desigualdades económicas, culturales y sociales se han magnificado y los principios de igualdad de oportunidades y de la movilidad social ascendente se han desmoronado debido, principalmente, al proceso puesto en marcha por el nuevo giro del sistema económico. Así que ¿por qué y para qué se querría crecer para llegar a ser adulto en sociedades que no ofrecen las condiciones mínimas para serlo de manera digna y cabal?

Y entonces viene la tentación de sumarse a quienes se les dispara la imaginación y asocian libremente adolescencia con el verbo castellano de adolecer, interpretado como sufrimiento y carencia, y de aprovechar el trasfondo asociativo con la palabra adulto para relacionar el estado de adultez con este mismo verbo. Y, a partir de tal adhesión y trasfondo asociativo, entonces proponer utilizar la palabra adolecencia (así, sólo con la c) como elemento característico y traumático de la condición humana actual en todas las etapas de la vida, independientemente de cuál sea la edad, para aludir a la carencia generalizada de certidumbre existencial que han traído estos nuevos tiempos.

Pero esta tentación debe y tiene que ser superada y obliga a postular la necesidad de una nueva política de identidad que asegure que la condición humana y el vínculo social entre los jóvenes y adultos se establezcan partiendo de la confianza y la dignidad que da saber que la emancipación y la autonomía no sólo son metas, sino también anhelos que todos y todas las personas del mundo tenemos derecho de y podemos llegar a cumplir. La condición sine qua non para lograrlo está ligada con la reactivación, fuera ya de los caducos nacionalismos, de la posibilidad de habitar un mundo social que acoja a los individuos y les brinde la bienvenida y el sentido de pertenencia, bienestar y responsabilidad social. Sin duda, en el despliegue de esta política a la educación y, particularmente, a las universidades les toca jugar un papel de primera importancia.


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