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La centralidad de la juventud
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm. 631, pp. 54-55 [2015-11-05]
 

Frecuentemente, se piensa que los estudiantes universitarios son jóvenes. La relación jóvenes-estudiantes se da por sentada y, de alguna manera, se encuentra naturalizada en el sentido común de la gente.

Es cierto que prácticamente todos los estudiantes universitarios son jóvenes; la percepción de que la juventud forma parte ineluctable de la condición estudiantil es verdadera. Por ello, es menester evitar olvidar la idea de que los estudiantes “son así” y comprender que son sujetos en construcción, resultado de relaciones sociales históricamente situadas y agentes que tienen un involucramiento activo en la construcción de sus propias vidas.

Cuando la modernidad y el capitalismo construyeron la juventud, los estudiantes fueron visibilizados como la única manera legítima de ser joven, de tal manera que todos los demás jóvenes no fueron tomados en cuenta. El proceso histórico de construcción de la juventud partió de la exigencia de escolarización, tornando ilegítimo cualquiera otro protagonismo juvenil que no se diera en el marco de la institución educativa.

En los tiempos que corren, la categoría juventud se ha ampliado y en ella se reconoce que los mundos juveniles son plurales y diversos. Hoy en día, se admite que existen juventudes y que la experiencia estudiantil forma parte de la condición juvenil, y viceversa. Pero no todos los jóvenes son estudiantes ni tampoco la experiencia estudiantil tiene más relevancia que otras que también forman parte importante de la biografía de los jóvenes.

Hoy en día, los estudiantes han trascendido los contextos institucionales y se han colocado al lado de sus congéneres; es decir en relación con los demás jóvenes. Para los estudiantes contemporáneos, de la misma manera que para todos los jóvenes, la calle, los espacios de encuentro y convivencia con amigos, los medios de comunicación y el ciberespacio representan territorios de socialización y de sociabilidad muy importantes. Ya es hora de dejar atrás la representación tradicional que limita la socialización de las nuevas generaciones a los escenarios escolares y comprender que la juventud de los estudiantes restructura el significado de lo que es ser universitario. Hay que reconocer que ya no es solamente la cultura institucional la que impera.

De siempre, las instituciones han temido a los jóvenes. De ahí que se insista en representar la figura estudiantil en el marco del modelo institucional de “la moratoria” que los condena a aplazar su potencial transformador hasta “llegar a ser” adultos. Desde esta representación, se confina a los estudiantes a que se comporten de acuerdo con el plan que han trazado para ellos y ellas el poder instituido y las autoridades. Se espera que acepten sin problemas las normas y pautas dadas y que acaten sin reparo las normas y tradiciones que les impone la escuela. Desde el imperativo de la moratoria se logra “que nada se mueva” en la universidad, porque en realidad los académicos y las autoridades universitarias temen al cambio, por eso desconfían de la juventud de los estudiantes.

Al identificar a los estudiantes como jóvenes, emerge la imagen de rebeldía. Se amplían las miradas institucionales y no queda otra que aceptar que los estudiantes son sujetos capaces de divergir y disidir, y por lo tanto de producir transformaciones. El conflicto intergeneracional aflora y se comprende que las formas de ser universitario y de estar en la universidad no son únicas. La legitimidad del poder que se ejerce “desde arriba” se desmorona y se evoca una universidad que, aunque sea por necesidad, tiene que estar abierta a los cambios sociales basados en la participación y en la inclusión de las nuevas generaciones.

Brecha generacional

Es evidente que la ponderación de la juventud de los estudiantes lejos de achicar la brecha entre ellos y los profesores, la incrementa. En efecto, al representar a los estudiantes como jóvenes, los maestros y todas las autoridades quedan inmediatamente ubicados en el mundo de los adultos. Entonces deja de ser un secreto que la universidad constituye un espacio de conflicto entre generaciones y que en ella coexisten diversos mundos y producciones culturales que no necesariamente se corresponden con la cultura institucionalizada.

Es cierto que el reconocimiento de que los estudiantes son jóvenes y que, por lo tanto, tienen una cultura diferente confronta el peligro de exacerbar los imaginarios tradicionales que asignan a la acción estudiantil un sentido de amenaza y riesgo. Resulta incuestionable que al promover el fortalecimiento de la identidad juvenil de los estudiantes se está abriendo paso a una figura universitaria que, de entrada, toma distancia respecto a lo instituido y que puede convertirse en una fuerza que lo cuestione todo.

Pero más que un riesgo, el reconocimiento y fortalecimiento de la identidad juvenil de los estudiantes constituye una oportunidad. Hoy en día, en México, existe un grave problema de ruptura del tejido social causado, en parte, por la enorme diferencia generacional entre jóvenes y adultos. La universidad, sobre todo si tiene carácter público, está llamada a romper las percepciones y prejuicios existentes entre las diferentes generaciones y propiciar el acercamiento productivo para la comprensión mutua, no sólo con vistas a la innovación de los saberes y del conocimiento sino también para el basamento de nuevas formas de convivencia social más armónica en la diversidad.

Políticas incomprendidas

Desde las miradas institucionales suele interpretarse que a los estudiantes no les interesa participar en la política universitaria debido a la apatía inherente a su grupo de edad. Pero esa interpretación es equivoca ya que, como lo escribió Ulrich Beck, “los jóvenes practican una denegación de la política altamente política”. Justamente por ser jóvenes, los estudiantes despliegan propuestas y acciones políticas que escapan de las miradas de los adultos y que suelen ser incomprendidas, lo que no quiere decir que no las tengan. Para poder verlas y comprenderlas resulta imprescindible que en la universidad se respete el derecho a la ciudadanía cultural, entendida como el ejercicio de la ciudadanía desde la diferencia.

Por supuesto no se trata de que los profesores y autoridades universitarias se sometan a los mandatos de los estudiantes. Nada de eso. De lo que se trata es que la universidad eduque, tanto a los jóvenes como a los adultos que pasan por ella, para el diálogo y la convivencia entre personas que son y piensan diferente. Que les inculque la solidaridad recíproca y les ofrezca una formación que les permita compartir conocimientos y experiencias y resolver sus conflictos desde el compromiso ético y el sentido de interculturalidad. Se trata de que en la universidad se practique la inclusión social; es decir el ejercicio de derechos y la participación ciudadana plena para que se desaten procesos de crecimiento personal y de afianzamiento del sentido social.

Urge reconstruir la universidad, cuando menos las que tienen carácter público, para que funcionen como un espacio de coexistencias y convivencias entre generaciones. Ponderar la juventud de los estudiantes y la adultez de profesores y autoridades implica reconocer que una de las tareas más importantes de la institución es construir intereses y proyectos compartidos entre alteridades. Después de todo, ¿no es eso precisamente el sentido de “lo público”?


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