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UNAM sucesión y reforma. La selección de rector
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 53 [2003-10-16]
 

La semana pasada, la Junta de Gobierno de la UNAM, mediante convocatoria difundida en prensa, dio el banderazo de salida a la contienda por la rectoría universitaria de los próximos cuatro años. Hasta el momento han declarado disposición a participar el actual rector, doctor Juan Ramón de la Fuente, que sería reelecto para un segundo período, y el doctor José Antonio de la Peña, director del Instituto de Matemáticas de la UNAM en funciones y presidente de la Academia Mexicana de Ciencias. Es probable que en el curso de las próximas semanas, a medida que la Junta progrese en su proceso de la auscultación, se agreguen más competidores.

Las primeras reacciones, dentro y fuera de la institución, no se hicieron esperar. Tan pronto como De la Fuente anunció su propósito de participar, un nutrido grupo de directores académicos lo respaldaron. Este hecho, calificado en varios medios como “cargada”, se complementa con otros comentarios periodísticos que han buscado describir la contienda a partir de una pugna entre conservadores y reformistas. Que en la UNAM, al igual que en otras universidades públicas del país y del mundo, coexistan visiones diferentes y hasta encontradas sobre la institución, no debe extrañar a nadie. Al fin y al cabo las universidades son tales en la medida de su capacidad de inclusión de una diversidad de perspectivas mediante formas racionales de debate. En todo caso, la Junta de Gobierno, único elector autorizado en el proceso, apreciará cuál es la mejor opción de dirección universitaria dado el complejo escenario que se vislumbra en los próximos años, incluyendo la elección federal de 2006.

Desde luego, un factor muy importante para la apreciación de las candidaturas radica en las propuestas de reforma que los contendientes presenten al órgano elector. Al menos eso cabe esperar, porque la UNAM, con todo y su fuerza académica, o precisamente por ella, requiere cambios que reafirmen su liderazgo entre las universidades del país y proyecten a la sociedad la imagen una universidad capaz de adaptarse, renovarse e innovar.

Entre los temas que toda propuesta seria de reforma tendría que considerar está la revisión de las normas básicas de la institución. La UNAM de hoy tiene poco que ver con la organización universitaria que inspiró su Ley Orgánica (1944) y Estatuto General (1945) La primera, al ser una disposición federal emanada del Congreso de la Unión, no ha sido renovada ni reformada nunca. En cambio, el Estatuto General, cuya modificación está en manos del Consejo Universitario, ha sufrido modificaciones constantes; la versión actual contiene varias generaciones de artículos transitorios que, en su conjunto, suman casi cuarenta disposiciones, y ni siquiera así refleja a cabalidad la multiplicidad de formas institucionales que incluye la organización universitaria del presente.

Las dificultades, reales o atribuidas, para renovar el cuerpo normativo vertebral de la institución ha propiciado que varias instancias de la UNAM tengan un soporte jurídico débil y se traslapen jurisdicciones y competencias. Sectores completos de la universidad, como por ejemplo los centros de investigación, no cuentan con representación plena en el gobierno colegiado. Algunas instancias de coordinación, como los Consejos Académicos de Área, derivados del Congreso Universitario de 1990, adolecen de una base legal apropiada y con frecuencia duplican tareas con los consejos técnicos de facultades y escuelas y principalmente con los de investigación científica y humanidades. En general, la toma de decisiones se mantiene fuertemente centralizada, aunque la gestión académica se ha distribuido hasta la pulverización. Ante los vacíos legales que subsisten, es recurrente el uso de la facultad interpretativa del Abogado General, pero ésta no debiera suplir, en ningún caso, la responsabilidad legislativa del órgano colegiado central.

Centralización, rigidez normativa y déficit jurídico conllevan, entre otras consecuencias deletéreas, la excesiva burocratización de los procesos de cambio. Por ejemplo, reformar el plan de estudios de un programa de licenciatura o posgrado requiere de sucesivos avales en el consejo interno, técnico y académico de área, hasta llegar a la instancia central, el Consejo Universitario, el cual traslada la decisión a una comisión especializada. Meses y hasta años puede demorar el procedimiento correspondiente, restando agilidad a lo que debiera ser una práctica ordinaria y constante: la revisión de los planes y programas de estudio. Lograr una adecuada regulación de competencias y jurisdicciones debe entonces considerarse como un instrumento para erradicar, en cuanto sea posible, los vicios de burocratismo y centralización que impiden transformar a la universidad con la participación de sus actores fundamentales.

Los problemas de coordinación del plano organizativo se reproducen en la estructura de planeación, también rígida y centralizada. Con un agravante, la UNAM carece en la actualidad de un plan de desarrollo académico explícito, con objetivos y metas programadas para un plazo definido. Esta circunstancia –no siempre ha sido así- dificulta la planeación de las entidades académicas. Por ello, la reforma universitaria debiera considerar la actualización del esquema vigente, dado que esa actividad se ha vuelto, aquí y en China, un factor fundamental en la proyección del cambio.

Las reformas jurídicas, de gobierno, de organización y planeación son importantes, pero no agotan los temas centrales de la reforma pendiente. Por ello, seguiremos con el tema la próxima semana.


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