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La ley que falta. Primera parte
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 39 [2003-07-03]
 

En México, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los países, carecemos de una norma general que regule el sistema de educación superior en sus principales aspectos. Detrás de esta insuficiencia subyacen la mayor parte de los problemas y debates que han involucrado a las instituciones del sistema en los últimos años. Por ejemplo, el conflicto estudiantil en la UNAM, el monto y distribución del subsidio público a las universidades de los estados, la adscripción de las normales en el sistema de educación superior, la obligación de las instituciones públicas de acreditar sus programas, el tema de la rendición de cuentas al Congreso, la falta de supervisión académica sobre las denominadas “universidades patito”, el derecho de la Universidad de la Ciudad de México a recibir recursos federales, las posibilidades de apertura del sector de educación superior a la inversión extranjera, entre varios otros asuntos.

Antes de argumentar en torno a la necesidad de una ley general de educación superior, conviene revisar someramente el cuerpo normativo vigente. Este consiste en el artículo tercero de la Constitución, la Ley General de Educación (1993), la Ley para la Coordinación de la Educación Superior (1978) y las leyes orgánicas de las universidades autónomas. En materia de ejercicio profesional las normas sustantivas son el artículo quinto de la Constitución y sus leyes reglamentarias. Por último, las actividades científicas están reguladas por la nueva Ley de Ciencia y Tecnología (2002), que considera a las universidades como parte integral del Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología.

El artículo tercero Constitucional establece la obligación del Estado de “promover” y “atender” la educación superior (fracc. V), los derechos que adquieren las universidades y otras instituciones a las que la ley otorga autonomía (fracc. VII), y la indicación para que las relaciones laborales en las universidades se normen por el apartado A del Art. 123 constitucional bajo la figura de “trabajo especial”. En la fracción VIII del mismo artículo, se determina que el Congreso de la Unión es el encargado de expedir las leyes reglamentarias sobre estos preceptos.

La Ley General de Educación, aprobada en julio de 1993 en reemplazo de la anterior ley federal de educación, regula la educación que imparten el Estado, sus organismos descentralizados y los particulares con autorización o reconocimiento de validez oficial de estudios. Ella contiene varias disposiciones que atañen a la educación superior: se reitera la obligación del Estado de promover y atender el nivel educativo superior (Art. 9), se define como de “tipo superior” a la educación que se imparte después del bachillerato: licenciatura, especialidad, maestría, doctorado y opciones terminales previas. Se aclara, además, que en la educación superior está comprendida la educación normal en todos sus niveles y especialidades (Art. 37). El artículo primero de la ley declara que la función social de las universidades y demás instituciones de educación superior con carácter de autónomas “se regulará por las leyes que rigen a dichas instituciones”, sin embargo, no menciona a la ley de coordinación de la educación superior como la norma en que se fundamenta la actividad regulatoria del Estado sobre las universidades y el resto de las instituciones de educación superior.

En efecto, la Ley de Coordinación de la Educación Superior, que data de finales de los setenta, contiene las disposiciones que facultan al Estado para actividades tales como: coordinar acciones que vinculen la planeación institucional e interinstitucional con las prioridades del desarrollo nacional, fomentar la evaluación, asignar recursos públicos (ordinarios o extraordinarios) de origen federal y establecer convenios con estados y municipios para coadyuvar en el sostenimiento de las instituciones (arts. 12, 24 y 26). Se confirma la atribución de las universidades para obtener recursos adicionales por sus propios medios, se norma en lo general la concurrencia de la inversión privada (arts. 17 y 18), y se establece la exención de impuestos federales sobre las instituciones públicas (art. 22).

Es de interés anotar que cuando se expidió la ley de coordinación ya se habían acordado (entre ANUIES y SEP) los órganos del Sistema Nacional Permanente de Planeación de la Educación Superior (SINAPPES) e incluido en el Programa Integral para el Desarrollo de la Educación Superior (PROIDES). Dicho sistema preveía instancias de coordinación de nivel estatal, regional y nacional que, sin embargo, la ley no recoge como tales. También es interesante considerar que uno de los artículos de esa norma, el séptimo, determina que es competencia de la Federación “vigilar que las denominaciones de los establecimientos de educación superior correspondan a su naturaleza”. Tal precepto, de haberse seguido con el debido rigor académico habría impedido que centenares de centros de formación profesional de carácter privado, que no desarrollan funciones universitarias, llevaran esa última denominación.

Con todo, el problema más importante con la ley de coordinación es su obsolescencia. El sistema de educación superior de la actualidad es muy distinto, en tamaño y complejidad, del que existía hace 25 años. Además, las distintas fechas de expedición de las normas generales y específicas provoca la imperfección de sus vínculos recíprocos. Considerado el tema objetivamente, salta a la vista la necesidad de actualizar el marco normativo general, tal como está previsto en el Programa Nacional de Educación Superior en curso. Pero ¿es ello viable en términos políticos? Abordaremos la cuestión la próxima semana.


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