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La participación política de los académicos
Humberto Muñoz García
Campus Milenio Núm 27 [2003-04-03]
 

Las universidades públicas han cambiado y con ello muchos de los principios éticos que daban sustento a la comunidad académica. Las políticas de evaluación, mediante la cultura de la competencia por recursos siempre escasos, han favorecido la división de los académicos y han propiciado un clima de desconfianza, desinterés y falta de credibilidad en los intercambios sociales que se producen en el campus.

Frente a los cuerpos colegiados sancionados por ley han surgido una multiplicidad de instancias que vigilan, supervisan y controlan los procesos académicos que realizamos, individual y colectivamente, en las instituciones educativas. Eficiencia, eficacia, pertinencia, excelencia, productividad y desempeño forman actualmente un conglomerado de valores que ha ganado preponderancia en el espacio simbólico del campus. Tales conceptos, y los indicadores a que dan origen, orientan las recompensas económicas y de prestigio que recibimos. El nuevo clima académico y la persistente búsqueda de incentivos, en buena medida, han provocado que profesores e investigadores oscilen entre el distanciamiento y la abulia para participar en la vida cotidiana y la toma de decisiones. Desde luego, esta situación ha tenido repercusiones negativas en la estructura y funcionamiento de las universidades.

En las universidades públicas vivimos una situación bastante complicada. Los patrones emergentes de demandas externas y las nuevas formas del trabajo académico no terminan por cerrar las brechas entre las instituciones, la sociedad y el sistema político. En el interior de las universidades, los académicos nos encontramos en una época de retraimiento político que separa a las comunidades de sus autoridades. Tal separación es resultado de un proceso ocurrido en los últimos veinte años en el cual perdimos influencia para intervenir en el rumbo de las instituciones.

Las políticas y medidas que nos afectan directamente carecen de respuesta. En ocasiones se siguen por inercia. No se discuten, pueden generar malestar pero también falta de compromiso. Pocos académicos las conocen, lo mismo que sus derechos y obligaciones. Y, en esas circunstancias, es muy difícil reaccionar cuando nos son adversas. Esto provoca una situación de vacío político; inexistencia de interlocutores válidos con quién dialogar y negociar. Una subordinación asumida que milita contra la legitimidad de los gobiernos universitarios y que es desfavorable a los cambios que impulsan, si al final de cuentas se aceptan sólo por la vía de la simulación.

Por muchas razones, laborales, institucionales, organizativas y administrativas los académicos hemos tenido dificultades para expresar nuestros puntos de vista sobre los cursos de acción y las decisiones que se toman en el ámbito institucional o del sistema de educación superior. Pero cuando lo hemos podido hacer, casi siempre se soslayan o son relativizados en el conjunto de agentes y procesos.

No se advierte, sin embargo, que en la misma proporción disminuye la identidad con las instituciones y en consecuencia la fortaleza del ethos académico; no hay responsabilidad, incluso, para defender el debilitamiento de los centros de trabajo en momentos de conflicto. Así, se toma distancia ante la adversidad, se sostienen posiciones de resistencia soterrada, se hacen críticas en círculos pequeños. Otros se acomodan ante la imposición. Nadie quiere exponerse a confrontar ni a sus colegas ni a las autoridades cuando está en desacuerdo con algo. Se tiene temor al señalamiento, la exclusión o al bloqueo de actividades por quienes deciden. No participamos en ejercicios colectivos en que se cuestione lo que ocurre para proponer otros derroteros. Y la mayor parte de los académicos no nos sentimos representados por una serie de organizaciones que tienen una muy baja capacidad de convocatoria y están encabezadas por líderes con interés políticos personales.

El desafío, entonces, es vencer a esa gran mayoría silenciosa entre los académicos de carrera. Para tener éxito en esta lucha necesitamos saber qué piensa del acontecer universitario, cuál es su percepción de la vida institucional, qué propone para resolver los problemas que la aquejan, en qué medida está satisfecha con los avances institucionales, qué opina del desempeño de sus autoridades, cómo siente sus condiciones de trabajo, qué actitud tiene frente a las políticas de educación superior, cómo debe comportarse políticamente y muchas otras cuestiones que caracterizan a un grupo como el nuestro cuya ubicación social tiene una importancia estratégica para la producción y distribución del conocimiento en México. Se trata de provocar un activismo participativo y responsable en el cambio institucional, porque los académicos de carrera somos un actor principal para que las universidades públicas continúen transformándose y para que otras, como la UNAM, lleven a buen puerto su reforma.

Un proceso que nos reclama desarrollar capacidades para construir una estructura simbólica del quehacer universitario diferente de la actual y tornarnos en verdaderos actores y sujetos de los cambios. Reflexionar, convencer, tolerar, flexibilizar las ataduras y lograr consensos están en la base de una nueva institucionalidad.

Por lo pronto, es indispensable que las autoridades señalen explícitamente hacia dónde va la conducción de las instituciones, cuáles son los métodos que se van a seguir para establecer los cambios, los tiempos, los posibles resultados y la manera de evaluarlos. Asimismo, se requiere tener un seguimiento y un panorama lo más preciso de las semejanzas, diferencias y potencialidades de los académicos en el país, por región, entidad, institución y disciplina.

El sistema de educación superior va enfrentar un serio problema de envejecimiento y renovación de su planta académica y tendrá que dar respuesta a las incertidumbres sobre el futuro de los académicos jóvenes y viejos. Es tiempo de convocarnos y organizarnos para dialogar, proponer cambios institucionales que sean válidos y aceptables para mejorar la investigación y la docencia, formar grupos que tengan competitividad internacional, generar espacios en los que se debatan las políticas educativas y científicas, así como los problemas más urgentes que enfrenta el país y las opciones para resolverlos. Ojalá que las grandes universidades y los organismos que agrupan académicos de todo el país auspicien foros o reuniones que cumplan estos propósitos. Si no entendemos que en este momento es necesario que los académicos participemos y nos congreguemos, nadie saldrá beneficiado.


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