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Universidad pública y proyecto nacional
Humberto Muñoz García
Campus Milenio Núm 123 [2005-04-07]
 

Tres cuartas partes de los mexicanos encuestados por el latinobarómetro en 2004 contestaron que la democracia es el único sistema con el cual el país se puede desarrollar. Al mismo tiempo, dos terceras partes sostuvieron su insatisfacción con el régimen al señalar que no les importaría un gobierno autoritario en el poder si resuelve los problemas económicos.

Los encuestados en el país hace un año pensaban que la democracia es un sistema deseable, al que debe apoyarse pero, al mismo tiempo, consideraban que este que tenemos es ciertamente insatisfactorio por su incapacidad de respuesta a las demandas urgentes de la sociedad civil.

Hay impaciencia, la mayor parte de las familias no percibe un mejoramiento sustancial en su economía y la población está cansada de posponer sus expectativas. Menudo problema para enfrentar. Sobre todo porque no se trabajo simplemente de una cuestión material. En el fondo se toca una cuestión de carácter político que tiene relación con la ética y la cultura.

Durante mucho tiempo se sostuvo que el desarrollo económico y una razonable distribución de la riqueza generarían condiciones para la existencia de un régimen democrático. Pero ahora lo que se ve es el reverso de la moneda. La relación se coloca en otros términos, al menos en la coyuntura mexicana, porque sería de esperar que un régimen democrático que permita alcanzar acuerdos políticos sea esencial para que se logre un mayor bienestar social susceptible de ser distribuido entre los sectores de la población que han padecido varias décadas de crisis reiteradas.

La fundación y durabilidad de un gobierno democrático se sustenta, mayormente, en los valores políticos de la sociedad. Este supuesto, sin embargo, es discutido en el discurso teórico donde se encuentran posturas que sostienen la independencia entre un régimen democrático y una dada cultura política.

Hay distintos tipos de democracia y diferentes factores asociados a su legitimidad.

La intención de postularlo se debe, entre otras cosas, a que en los últimos años se han dado señales inquietantes de la incapacidad del gobierno y la clase política para estimular la gestación de una cultura democrática basada en la confianza, el respeto de las diferencias y una actitud de apertura a las coincidencias y compatibilidades que sirvan de base para garantizar los derechos de todos quienes formamos la nación.

Sostengo mi punto de vista, entonces, pues supongo que en la concatenación histórica que vivimos, después de un largo régimen autoritario y un gobierno ineficaz como el actual es indispensable crear patrones culturales que le permitan a la democracia terminar con los cimientos que todavía persisten ligados al paternalismo, el clientelismo, el corporativismos, la inercia y las imprudencias de las cúpulas.

Así, es necesario hacer un llamado para que la cultura y un nuevo diseño institucional ocupen un lugar central en el proyecto nacional si queremos que prevalezcan valores políticos que consoliden el tránsito a la democracia, más allá de lo electoral. Y esto contiene a la educación, a las universidades públicas, a las organizaciones de la sociedad civil y a todo un conjunto de agrupaciones ciudadanas que emergen a diario.

El reto, entonces, consiste en crear conexiones entre todas estas agencias, un terreno propicio a los intercambios de ideas, símbolos y valores en el espacio público, que estimulen una cultura política con autonomía ciudadana para restituir el tejido social.

Los principios de la democracia impulsan la cohesión social con respeto a las diferencias y también la identidad con una nación que tiene proyecto. Mejoran las condiciones para conducir los asuntos públicos, crear reglas para solucionar las diferencias entre los actores políticos, darle competitividad a los procesos electorales, resolver las demandas de justicia social con políticas de crecimiento económico, alcanzándose un mayor grado de gobernabilidad.

Hacia adelante, el país necesita un Estado responsable, capaz de regular el modo que siga el desarrollo económico y disminuir la desigualdad social. Una democracia representativa basada en una cultura de la participación ciudadana.

Por ello, la educación tiene una importancia crucial para abrirle posibilidades a un proyecto nacional distinto del actual y con miras de largo plazo. La sociología ha probado reiteradamente que las personas más educadas participan de manera frecuente en los asuntos comunitarios y son más proclives a adoptar valores democráticos.

Y en la especificidad del contexto actual del país, la universidad pública es una institución que debe estar abierta a la sociedad y estrechamente vinculada a la construcción de una cultura nacional que vaya de la mano de la reforma del Estado –al cual pertenece- y coadyuve a la democratización de las instituciones.

Las universidades públicas, además de ser centros de enseñanza fundamentales para formar los cuadros científicos que requiere el país, son instituciones clave para la producción de conocimiento y para fortalecer el sentido de identidad nacional y la cultura.

Son igualmente, el espacio plural donde puede darse un debate organizado de todos los programas de gobierno en sus aspectos intelectuales, sociales, políticos y éticos. En el desempeño de sus funciones sociales, mediante sus tareas académicas y con base en su autonomía, las universidades encuentran término propios para su renovación.

En el futuro inmediato, la universidad pública tiene razón de ser porque la nación necesita una reforma del Estado y un modelo de desarrollo incluyente que vincule el bienestar material con el cultural. La universidad publica es cultura humanística y científica y, a la vez, un proyecto cultural por eso, estamos comprometidos para que cada día sea mejor y cuidarla con ahínco, tal que la sociedad aprecie más el valor del trabajo que hace para que el país progrese.


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