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Ficciones y tensiones en la evaluación
Humberto Muñoz García
Campus Milenio Núm 114 [2005-01-27]
 

El sistema de educación superior en México está, verdaderamente, lleno de problemas. Pero hay algunos que son de carácter primario, con un carácter inclusivo y que, a mi modo de ver, conforman puntos sustanciales de una agenda futura para elaborar nuevas políticas públicas en la materia. La semana antepasada (Campus, no. 112) comencé por el de la Coordinación del Sistema de Educación Superior. Hoy tengo el propósito de enunciar otro en sus líneas generales.

La evaluación con control central. Para nosotros los académicos, y para quien vaya a tomar decisiones en el próximo gobierno en materia de educación superior, es imperativo revisar todo el sistema de evaluación, y a los organismos que definen y aplican cada uno de sus programas.

El conjunto de dichos programas, como política pública, ha afectado nuestras formas de vida laboral y ha creado un malestar latente y tensiones manifiestas entre las comunidades, las universidades públicas y el gobierno.

Un primer acercamiento a lo que ha pasado en México permite sostener que la evaluación como modo de control y estímulo al cumplimiento penetró en casi todas las dimensiones del manejo y del quehacer académico provocando efectos no deseados.

La evaluación vino de modelos del mundo desarrollado con el cambio de fisonomía del Estado. Ocurre, sin embargo, que fuimos hasta el extremo.

Actualmente, en el campo internacional, los estudiosos de la educación superior, cuando nos miran, se interesan en el estudio del “caso mexicano” porque hay sobreevaluación, particularmente en las universidades públicas. Una evaluación se sobrepone a la otra y en el conjunto forman una enorme telaraña que al final termina por cubrir las deficiencias.

Se evalúan anualmente los resultados que obtiene cada institución, los programas académicos de licenciatura para establecer y dar a conocer al público los estándares de calidad (“orientar a la demanda”), los de posgrado, los proyectos de investigación, los planes de desarrollo de cada unidad que conforma una institución, el desempeño del trabajo de profesores e investigadores, que presentan anualmente varios informes, las revisas donde publican y otras muchas actividades.

En tanto lo que se evalúa, y con tanta información, que frecuentemente se deja pasar por alto lo fundamental. Es un enredo donde quedan sueltos los datos infinitos que se producen. Es imposible articularlos en una política educativa coherente.

En el laberinto no se sabe a ciencia cierta si las múltiples evaluaciones llevadas a cabo por organismos oficiales centralizados han dado buenos frutos para mejorar la educación y la producción de conocimiento.

Hasta ahora, lo que hemos podido discernir los investigadores de la educación se refiere principalmente a los efectos perversos que ha tenido la evaluación en todas sus modalidades: simulación, debilitamiento y falta de aprendizaje institucional, estratificación y exclusión, pérdida del sentido de pertenencia, del poder de los cuerpos colegiados reglamentados en las normas de las instituciones, etcétera. Se eliminó la fluidez de la academia.

A pesar de que hay buena literatura local acerca del tema, todavía no se han dado las condiciones y posibilidades para analizar global y detenidamente lo que ha ocurrido desde los años noventa a la fecha en el conjunto de la educación superior, entre otras cosas por la paradoja de que se tiene mucha información y se disemina sólo muy poca.

No hay un sistema que brinde información adecuada, suficiente y oportuna sobre los “insumos, procesos y productos” (así se les dice en varios documentos oficiales) de los programas y las tareas académicas.

En el futuro es indispensable contar con un organismo autónomo que permita conocer cuál es el funcionamiento y el desempeño de todas las instituciones de educación superior, independientemente del segmento al cual pertenezcan en el sistema, así como la efectividad de las políticas públicas que se aplican. Y esto supone tener criterios aceptables para evaluar apoyados en información que sea transparente a la sociedad.

Hoy es preciso volver a insistir en que la evaluación debe tener un carácter orientador que permita corregir errores y desviaciones de las pautas de desarrollo académico establecidas y analizar los resultados en tiempos más largos, de tal forma que los procesos y sus resultados tengan la posibilidad de llevarse a cabo más plenamente en el marco de un régimen de confianza.

La inmediatez política y la competencia ficticia no nos han servido, como tampoco el excesivo control y la injerencia de las universidades centrales en la vida académica de las instituciones.

Con escasez de recursos no se puede continuar apostando a métodos de evaluación que benefician a quienes tienen más capacidades de cumplir las metas oficiales. El financiamiento debería estar ligado a las necesidades y prioridades de las instituciones tal como las expresen y como se revelen en la evaluación.

A los objetivos que tienen instituciones con distintas capacidades y requerimientos sociales. De esta forma el ejercicio se obliga a fortalecerlas y crear una nueva institucionalidad que sirva a lo que el país va a requerir de su educación superior.

En materia de evaluación tenemos que hacer un alto en el camino, analizar las experiencias, aprender de éstas, atender el largo plazo sin descuidar lo urgente, recobrar lo que se ha perdido de la identidad académica y ponernos de acuerdo con aquello que es esencial para operar nuevas formas de estructuración de las relaciones académicas con énfasis en el trabajo colectivo.

En la siguiente etapa de la educación superior en el país, no se puede, no se debe, seguir ni en la apariencia ni en lo superficial. Eliminar las tensiones que ha producido el sistema de evaluación vigente, aquellas que al final de cuentas se transforman en resistencias al cambio, promover la confianza, la responsabilidad y el compromiso de hacer bien lo que le toca a cada uno, nos dará como resultado tener universidades públicas académicamente más competentes.


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